Reflexión del Evangelio del Domingo 23 de Octubre (Matías Yunes, sj)

Evangelio según San Lucas 18, 9-14

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.


¿Quién puede sentirse justificado delante de Dios?

Esta pregunta no parece ser poca cosa para un fariseo de la época de Jesús. Hoy en el Evangelio encontramos un fariseo enumerando una lista de sus grandes virtudes, sintiendo que ellas son el ticket de acceso a una oración más profunda y una relación con Dios más íntima. Por otro lado, vemos a un publicano desconcertante, un caso raro para un público que estaba acostumbrado a asociarlos con cobro de impuestos, robos y aprovechamientos.

Antes de entrar a reflexionar sobre el texto de hoy necesitamos quitarnos algunos preconceptos que la tradición nos ha hecho suponer respecto a estos personajes. Para los oyentes de Jesús, la historia que él les cuenta no tiene nada de extraño. Un fariseo era alguien respetable dentro de la sociedad judía. Su cumplimiento de la ley era un modelo a seguir para muchos. Es más, la alusión a la cantidad de ayuno que el fariseo realiza haría pensar a cualquiera que se trata de alguien digno de respeto. Por otro lado, el publicano “merecía” estar en el lugar en que Jesús lo ubicó: lejos del centro, de rodillas, golpeándose el pecho. ¡Si para el común de la gente no era más que un simple ladrón!. Alguien realmente despreciable por sus actos de injusticia, por quitarle el dinero a los pobres. Sin duda, cuando Jesús dijo “- Les digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no”, no pocos habrán quedado muy desconcertados, e incluso decepcionados.

La Buena Noticia de hoy es que nosotros no nos ponemos la medida de nuestra justificación. Si esto fuera así, viviríamos siempre detrás de un ideal inalcanzable y, por lo tanto, continuamente frustrados. Sólo Dios puede regalarnos su gracia y hacernos libres, plenos, justos. Y la palabra clave está en boca del publicano: “¡Ten compasión de mí!”. Hoy recordamos que la súplica por la misericordia la hacemos desde nuestro abismo, desde nuestro sinsentido e incoherencias. Justamente cuando no podemos gloriarnos de nada, sino que nos sabemos enteramente pobres, gritamos a Dios con una súplica sincera: “¡Compasión, Señor!, ¡Ten misericordia de mí!”. Y ante nosotros se abre el abismo de la espera…espera del rescate, de que nos levante. Y junto a ella, la certeza de que Dios tiende la mano para todos nosotros en Cristo.

Sin duda que la historia que hoy Jesús cuenta invita a una sincera conversión. Salir de nuestros esquemas legalistas supone esfuerzo de nuestra parte. Comprender que los medios en la fe son eso, sólo medios y no fines, nos desafía a estar siempre levantando la mirada y examinándonos en función de la gracia y no de nuestro pecado. Pidamos hoy la gracia de saber que nuestra única riqueza ante Dios es nuestra pobreza. Animémonos a tener la actitud arriesgada del publicano: suplicar a Dios cuando no tenía nada aparentemente digno que presentarle a cambio. Hoy el Evangelio nos invita a la confianza, sigámosle la pista en nuestra propia vida.

Matías Yunes, sj
Estudiante Teología

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