Evangelio según San Lucas 4, 1-13
Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre. El demonio le dijo entonces: “Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan”. Pero Jesús le respondió: “Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan”. Luego el demonio lo llevó a un lugar más alto, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo: “Te daré todo este poder y el esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quiero. Si tú te postras delante de mí, todo eso te pertenecerá”. Pero Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”. Después el demonio lo condujo a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del Templo y le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: Él dará órdenes a sus ángeles para que ellos te cuiden. Y también: Ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Pero Jesús le respondió: “Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. Una vez agotadas todas las formas de tentación, el demonio se alejó de él, hasta el momento oportuno.
En este evangelio buscamos nuevamente contemplar a Jesús: mirarlo a él, captar su modo, su corazón. Conocerlo a él, para más amarlo y seguirlo, como pide San Ignacio. Y junto a ello, mirándolo a él, llegar a comprender con más hondura la misma condición humana que compartimos.
Comencemos entonces por destacar la dimensión de pasividad que aparece en este relato. Allí leemos que Jesús se deja llenar y conducir por el Espíritu; más aún, se deja también hablar, enseñar y llevar por el demonio. A veces olvidamos esta dimensión de pasividad de Jesús y convertimos sus enseñanzas en meras recetas morales donde la iniciativa de la acción siempre está de nuestra parte. Sin embargo, ¿cuántas veces, detrás de nuestros gestos más desesperados de violencia y destrato, no se esconde acaso el grito y la necesidad simple de sentirse amado: mirado, reconocido, hablado, escuchado? En los desiertos, donde reinan el silencio y la soledad, lo que precisamente sale a la luz es cuán complejamente nos vertebra esta doble necesidad de amar y de sentirnos amados.
Lo que sorprende del relato es cómo Jesús deja que el demonio se exprese. Y si nosotros hiciéramos lo mismo: ¿qué nos dirían nuestros demonios? ¿Qué bienes nos alcanzarían? ¿A qué lugares de honor y de poder nos encumbraría su mal espíritu? Como en el Génesis, el demonio ofrece un relato donde la indigencia es mágicamente anulada a través de unas pocas palabras, a través de una sola oración o por medio de un solo acto. No, no morirás dice la serpiente: imagínense qué fantástico sería si con la sola combinatoria de unas frases, con un solo gesto de culto religioso o con una sola acción arriesgada pudiéramos resolver todas nuestras carencias hasta llegar incluso a solucionar nuestra finitud. Todos ambicionaríamos locamente esas palabras, esas oraciones y esa acción. Pero lo que nos salva, lo que nos ataja, cuida y nombra no es un poder egoísta y unilateral, sino el constante amor que abraza la indigencia como zona privilegiada de encuentro con el otro. Cuando caigamos radicalmente, ¿quién nos va a atajar: algún poder mágico o el amor entre quienes se ha ido hilvanando nuestra identidad?
Pidámosle a María esa gracia de amar nuestras carencias personales y comunitarias, donde se incuba el grito de este persistente anhelo de Reino generoso y ávido de nuestra libre participación.
Ignacio Puiggari, sj
Estudiante Teología