Lucas 10, 33-36
Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar junto a él y verlo, sintió compasión. Se acercó y le vendó las heridas después de habérselas limpiado con aceite y vino; luego lo montó en su cabalgadura, lo llevó a un aposada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó unas monedas y se las dio al encargado, diciendo: “Cuidad de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a mi regreso”. ¿Quién de los tres te parce que fue prójimo del que cayó en manos de los asaltantes?
CAMBIAR LA MENTE Y EL CORAZÓN
En una época en que la falta de respeto hacia los demás se ha “puesto de moda”, y se extiende como una epidemia en el corazón de todos nosotros, es bueno darnos un tiempo para reflexionar sobre una de las cualidades más grandes del ser humano: la compasión.
El afán por sobresalir, por ser mejores y más importantes que los demás, se extiende como un manto de inmisericordia sobre el mundo de nuestros vínculos y relaciones. Sintonizar con los sentimientos de los demás, compartir la vida con los otros, es una de las facultades más importantes del ser humano, y perderla, es el acto más grande de deshumanización.
Buscar la manera de encontrarnos entre nosotros para compartir, para disfrutar de buenos momentos, para resolver problemas y buscar caminos de bienestar para todos, es algo que pertenece esencialmente a nuestra condición humana.
Tenemos que ayudarnos entre nosotros para encontrar juntos lo que nos une, en lugar de resaltar lo que nos divide, porque es la mejor manera de dejar de girar sobre nosotros mismos y quedar enredados en nuestros problemas y sufrimientos. Si cerramos nuestros ojos ante quien necesita de nuestra ayuda no estamos siendo fieles a nosotros mismos, a lo que somos por esencia: personas con capacidad para amar.
Decir que las personas somos egoístas es una manera de justificar la permanencia en nosotros de aquello que no pertenece a nuestra naturaleza. Las personas no fuimos creados como seres egoístas, sino por Amor y para amar. La actitud que se desprende de ese amor es la compasión y la misericordia. Ésta es nuestra verdadera naturaleza: somos amor que se entrega.
La actitud de compasión, que es fruto del amor y la empatía, nos hace «sentir con» y «padecer con» el otro. La compasión, así como la misericordia ante el sufrimiento ajeno es lo más propio de nuestro ser, es lo que nos hace verdaderamente seres humanos. No somos seres egoístas, eso no pertenece a nuestra esencia, pero podemos convertirnos en personas mezquinas y egoístas.
LA REVOLUCIÓN DE LA TERNURA
Carl Rogers, en su libro El poder de la persona, (1980) menciona una revolución silenciosa que está ocurriendo en los seres humanos y afirma que: «apunta a un futuro de una naturaleza muy diferente, construido alrededor de un nuevo tipo de persona con poder propio y que ya está surgiendo.» Esta revolución, que podemos llamar de la ternura, se caracteriza por una renovación de la conciencia y del corazón que nos saca del aislamiento y nos conduce a la unidad. Esta es una experiencia global y silenciosa que está transformando a la cultura planetaria. Los seres humanos estamos comenzando a pensar distinto porque nos conocemos de manera diferente. Del fondo de nosotros está emergiendo una nueva manera de vivir, de comprender la realidad, y tiene energía renovadora; esta es la compasión.
Esta revolución de la ternura tiene lugar en el interior de las personas y es visible en aquellas a las que se les han abierto los ojos y el corazón, y han encontrado en el servicio a los demás y el mejoramiento de la sociedad, una clave para vivir de manera plena. ¿Para qué es la vida sino para vivirla junto a otros en un mundo mejor?
En la actualidad hay cada vez más personas que comienzan a pensar y proceder de una manera distinta. Se animan a involucrarse compasiva y solidariamente en el mejoramiento de la vida de los demás porque se sienten parte de un todo más grande que ellas mismas. Esta manera de pensar, de sentir y vivir la fe nos hace partícipes de la misión de compasión que Dios tiene con toda la creación. Hemos sido desbaratados por una corriente individualista que nos hundió en la soledad y el vacío, y nos condujo a tener conductas destructivas hacia nosotros mismos, hacia los demás y hacia el planeta. El egoísmo nos dividió y enfrentó haciéndonos creer que somos enemigos unos de otros. Pero de alguna manera la fuerza del amor de Dios derramado en nuestros corazones está haciendo florecer la compasión, la misericordia y la solidaridad. Hemos comenzado a sintonizar y cooperar con el don de Dios en nosotros, y a reconstruir la semejanza que nos devuelve la identidad de hijos de Dios y de hermanos entre nosotros. Debemos salir del lugar en el que nos sumergió el egoísmo para asumir pensamientos, sentimientos y actitudes de amor y de unidad, de paz y de concordia, de reconciliación y oportunidad. Ya existe un número significativo de personas, aunque no tengan visibilidad, que cultivan este nuevo nivel de conciencia y están haciendo posible un cambio en su entorno. Pero llegará un momento en que habrá una conciencia compasiva y solidaria, y entonces, el cambio será experimentado por todos.
Nosotros somos parte del destino que alcanzaremos. G.K. Chesterton dice: «No creo en un destino que llegue a los seres humanos con independencia de cómo actúen; pero sí creo en un destino que les llegue inevitablemente si no actúan». Ha llegado el momento en que no basta con quejarnos o lamentarnos simplemente por lo que sucedió o sucede a pesar nuestro, debemos sentirnos parte de un proceso de transformación del mundo. Si cada uno de nosotros cambia, nuestro entorno y el mundo también lo hará.
COMPASIVOS DESDE LA FRAGILIDAD
En varias partes del evangelio encontramos que Jesús utiliza la palabra griega splanchnízomai para expresar que se le conmovieron las entrañas. Las entrañas para los griegos era el lugar de los sentimientos. La compasión es un arranque del corazón que nace de lo profundo de nuestro ser, es una acción innata en nosotros y que nos hace «divinos». Por medio de ella empatizamos con los demás y con nosotros mismos. Esta actitud humana que es fruto del amor que Dios ha derramado en nuestros corazones (Rom 5, 5), es la que nos abre al dolor y al sufrimiento ajeno. Sin esa acción que se desprende de la acción divina en nuestros corazones no podríamos aceptarnos y amarnos como nos pide Jesús. Sin compasión, sin que se nos conmuevan las entrañas, no solamente no podríamos estar abiertos a recibir el amor de Dios, sino que tampoco podríamos ayudar a los demás. No ayudamos a los demás porque seamos mejores que ellos sino porque nos reconocemos parte de ellos. Jamás debemos ayudar a los demás desde la superioridad o la soberbia, sino desde la humildad de sentirnos hermanos de quienes necesitan de nosotros.
El samaritano, ícono de la compasión, se acerca para ayudar al hombre que estaba tirado y malherido porque se le conmovieron las entrañas. Pudo haber sido él quien estuviera allí en lugar de aquel hombre. Este buen hombre empatiza con quien está tirado en el suelo, conecta con la propia esencia humana, y se hace prójimo. Solo puedo expresar compasión hacia los demás cuando yo mismo siento en mi carne esa humanidad herida y golpeada. Cuando yo mismo me acepto como un ser frágil y necesitado puedo ser verdaderamente prójimo del otro.
Existe una actitud que es muy parecida a la compasión, pero no tiene la misma fuerza transformadora: la lástima. Sentir lástima no es lo mismo que tener compasión. Lástima siente quien se cree de alguna manera superior a los demás. Quien siente lástima por otras personas casi siempre tiene el llanto fácil pero las manos paralizadas. Lloran mucho pero no hacen mucho para remediar el dolor ajeno. La compasión, por el contrario, tiene una fuerza renovadora que mueve a la acción. El que siente lástima por los demás los trata de “pobrecitos” y con ello muchas veces agudiza el sufrimiento. La compasión, por el contrario, nos conecta con la humanidad caída para buscar maneras de disminuir o suavizar el dolor. El que siente lástima tiene tendencia a dar consejos y recomendaciones, pero el que siente compasión, escucha, atiende, comprende y busca maneras de ayudar, sin quitarle a la persona la responsabilidad que ella tiene también consigo misma.
Javier Rojas, sj
El camino del milagro