Cuando un hombre se aparta de los caminos trillados, ataca los males establecidos, habla de revolución, se lo cree loco. Como si el testimonio del Evangelio no fuera locura, como si el cristiano no fuera capaz de un gran esfuerzo constructor, como si no fuéramos fuertes en nuestra debilidad (cf. 2Cor 12,9). Nos hace falta muchos locos de éstos, fuertes, constantes, animados por una fe invencible. (…)
Es imposible un santo si no es un hombre; no digo un genio, pero un hombre completo dentro de sus propias dimensiones. Hay tan pocos hombres completos. (…). El hombre tiene dentro de sí su luz y su fuerza. No es el eco de un libro, el doble de otro, el esclavo de un grupo. Juzga las cosas mismas; quiere espontáneamente, no por fuerza, se someta sin esfuerzo a lo real, al objeto, y nadie es más libre que él. (…)
La moral cristiana permite armonizarlo todo, jerarquizarlo todo, por más inteligente, ardiente, vigoroso que uno sea. La humildad viene a temperar el éxito; la prudencia frena la precipitación; la misericordia dulcifica la autoridad; la equidad tempera la justicia; la fe, suple las deficiencias de la razón; la esperanza mantiene las razones para vivir; la caridad sincera impide el repliegue sobre sí mismo; la insatisfacción del amor humano deja siempre sitio para el amor fraternal de Cristo; la evasión estéril está reemplazada por la aspiración de Dios, cargada de oración, y de insaciable deseo. El hombre no puede equilibrarse sino por un dinamismo, por una aspiración de los más altos valores de que él es capaz.
San Alberto Hurtado, sj