Ignacio y Javier no suponen la infatigable marcha que espera a este misionero, que desde el extremo del mundo conocido escribirá cartas que han de resonar en las cortes y en las universidades, inflamando a otros muchos en el deseo de aventurarse en aquellas tierras, para llevar el mismo evangelio. Nada de esto saben cuando se despiden en Roma. Ni siquiera sospechan que esta es la última vez que se ven. Una última noche se queda Javier a cenar y conversar con Ignacio, antes de partir. ¿Recuerdan esa otra velada parisina, donde un corazón se abrió? ¿Piensa Ignacio en los años de lenta preparación, de palabras pronunciadas para tratar de penetrar en la coraza del otro? ¿Recuerda este sus dudas, sus cavilaciones, su lenta rendición a una fuerza que le iba ganando el corazón y los deseos? ¿Hablan, tal vez, del tiempo de ejercicios de Javier, tiempo de intensidad y excesos tales que Ignacio le tuvo que pedir moderación? ¿Hablan con sobriedad o con emoción, con palabras expresadas o con silencios elocuentes? Los dos saben que la amistad es un privilegio, un regalo, una oportunidad, pero también son conscientes de que hay que saber marchar, poner distancia. «Cuídate, Francisco, Dios te bendiga». «Adiós, Ignacio. Queda con Dios hasta que nos veamos».
José María Rodríguez Olaizola, sj
Del libro «Ignacio de Loyola, nunca solo»