Señor, Tú me enseñaste
a concederle un puesto
a todo lo que irrumpe
revoloteando dentro de mi casa,
sin aprisionar en jaulas
y sin cortar las alas.
Tú me enseñaste a remansar
todos los torrentes en mi lago
donde las aguas se hacen
transparentes y serenas,
recogiendo el sol sin perder
la audacia. Yo camino siempre
más lejos herido de infinito.
Y herido del humano brota en mí
de cada sufrimiento la ternura nueva
en la que Tú llegas en silencio
y en la que todos te esperamos.
Mi sonrisa no puede camuflarlo.
Yo amo la vida con fuerza y hoy
la celebro porque la siento
atravesada de absoluto.
Por eso me duele ver al pueblo despojado,
y prefiero irme perdiendo en la opresión
para ir renaciendo con él en tu misterio.
Gracias, Señor.
Benjamín González Buelta, sj