Reflexionar sobre la “ausencia” -la de Dios y la de los seres queridos- no como un “espacio vacío” sino como un ámbito en el que pueden darse nuevos modos de comunión rompiendo la soledad.
El filósofo alemán Nietzsche decía que «cada cual es para sí mismo el más lejano». Los otros son siempre los «más cercanos», los más «próximos», los «prójimos»- son los que nos aproximan, nos hermanan con nosotros mismos. El más cercano de tus próximos, ése es tu hermano, el que te acerca tu propia lejanía. El que con su cercanía te aproxima más a vos mismo.
En la soledad de quien no tiene compañía no todo está perdido ya que, por lo menos, está la posibilidad de guardar aún la esperanza de un probable encuentro. Existe, sin embargo, otra soledad, aún más terrible: La de aquél que se siente solo en medio de la compañía. Ésa soledad está cerca de la desesperanza y a veces hasta de la desesperación. La más cruel de las distancias puede ser la más cercana.
En cambio, hay otra misteriosa soledad personal que se vuelve fecunda en la comunión compartida. Este «espacio» interpersonal en la relación, que nos retorna a nuestros mismos, es el ámbito propicio para los mejores vínculos. Las grandes soledades valen grandes compañías. Cada soledad tiene la promesa de una compañía: Habita tu soledad; sólo así podrás compartirla.
Frecuentemente peregrinamos por muchas soledades hasta llegar, por fin, a abrazar las soledades de quienes amamos y de quienes nos acompañan en este viaje. Naufragamos entre muchas ausencias que nos lastiman hasta llegar a aquellas que nos consuelan. Las verdaderas presencias y ausencias; las auténticas cercanías y distancias, son las que habitan en el corazón.
Hay una distinción entre la ausencia y el simple «no estar». La ausencia viene de la presencia y va hacia ella: Nos revela hasta qué punto el otro ocupa su «lugar» en nuestro universo. El «no estar» no es propiamente ausencia. Es sólo un vacío.
La ausencia es «un modo de estar». Ha sido presencia y se dirige a ella. El “no estar” nace -en cambio- de la carencia; la ausencia surge de la plenitud de la comunión. Las ausencias que duelen o que extrañamos son las presencias que amamos.
El tiempo de las relaciones es el verdadero tiempo humano.
En la presencia o ausencia no importa el tiempo cronológico sino la intensidad de la comunión. Quizás sea muy breve el tiempo de la presencia y -sin embargo- puede bastar. Tal vez sea prolongado el tiempo de la ausencia -no obstante- resultar muy fecundo. La presencia y la ausencia son «matices» de intensidad en el modo de ser y de estar de las personas en sus relaciones con los demás.
Un Día más allá de los días de este mundo, el paisaje de la ausencia se detendrá para siempre y se abrirá el horizonte de la presencia sin fin. Ahí nos reconoceremos en el que es eternamente Presencia.
Toda la ausencia la consagro a la presencia de Dios. Dios muestra su misericordia tanto en la presencia como la ausencia. Siempre es la misma bendición de distinto modo.
¿Qué importa la distancia, si cierro los ojos y ya no hay fronteras?; ¿Qué importa la ausencia, si abro mi corazón y florecen vivos los recuerdos? La ausencia se vuelve un envolvente abrazo porque sólo el amor remedia las distancias y la ausencia se hace una elocuencia. En la ausencia de los seres queridos me sumerjo en la presencia de Dios y allí, también ellos, destellan en su presencia. En corazón resplandece -amorosa y fecunda- la presencia del Dios que nos une a todos.
Fragmento extraído del programa
«Profetas en su tierra» de Radio María.