Evangelio según San Lucas 17, 3b-10
Dijo el Señor a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, perdónalo”. Los Apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. Él respondió: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería. Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando éste regresa del campo, ¿acaso le dirá: ‘Ven pronto y siéntate a la mesa’? ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después’? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’”.
Después de haber leído las lecturas, podemos ver que la liturgia de este domingo nos presenta un texto que comienza con un pedido: “Señor, auméntanos la fe”. La pregunta que hay que hacerse es por qué los apóstoles piden eso a su Maestro. Si miramos un poco más arriba en el texto lucano, podremos ver que Jesús les estaba hablando del perdón y de la advertencia de no cometer escándalos, sobre todo, referido a los más pequeños.
Podríamos pensar que frente a esos temas, la única opción posible es pedir al Señor el don de la fe, porque, de otra manera, no sería posible vivir este estilo que Jesús propone.
Por tanto, aquí vemos el marco de aquel pedido que le hacen al Señor. No perder esto de vista es importante.
Si echamos un vistazo a la primera lectura, podremos ver que el profeta Habacuc también lanza una pregunta fuerte a Dios: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?”
El profeta, al igual que nosotros, lanza estas preguntas a Dios. Preguntas que, más que simples cuestiones cotidianas a resolver tienen un tinte de reclamo por aquello que Dios “tendría” que hacer y no hace. Son preguntas muy actuales que todos hacemos alguna vez.
También nosotros vivimos muchas veces nuestra relación con Dios de este modo. Lanzamos preguntas, cuasi blasfemas, para que Dios las resuelva. “¿Hasta cuándo tendré que soportar tal situación? ¿Por qué esto tiene que pasarme justo a mí? ¿Por qué no me socorres? ¿Por qué tanta violencia en el mundo, en nuestro país? ¿Por qué falta la paz en nuestra tierra?” Y preguntar, o aún peor, suponer, que Dios no escucha es más o menos lo mismo que dudar de su existencia. “¿Por qué no existes y resuelves estos problemas?”, decimos muchas veces sin querer queriendo.
Pero Dios es claro. Su respuesta “He aquí que sucumbe quien no tiene el alma recta, más el justo por su fidelidad vivirá” o “el justo vivirá de la fe en mí”, dicen otras traducciones, es el mensaje claro de Dios al profeta.
La cuestión –podríamos decir- no está en Dios, sino en nosotros, es decir, en el creyente, en cómo vivimos aquello que decimos creer.
Lo mismo hace Jesús. Frente al pedido de los apóstoles, responde “Si tuvieran fe como un granito de mostaza, dirían a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar». Y les obedecería”. Pero al parecer, la fe de aquellos, al igual que la nuestra, no llega ni siquiera al tamaño de un grano de mostaza. ¡Pero claro! Pretendemos que Dios nos resuelva todos los problemas, que nos “aleje los males”… prácticamente, que viva la vida, la nuestra, por nosotros. Y en el peor de los casos, pretendemos que juegue el papel de mago o titiritero.
Pidamos, tal y como nos lo recuerda la segunda lectura, reavivar el don de Dios que hemos recibido, porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, de amor y de buen juicio. Porque Dios no nos dio la vida para que la escondamos, sino para que la pongamos en juego. La paz no vendrá sólo porque algunos se pongan de acuerdo. Vendrá porque la construiremos nosotros, día a día, con nuestra propia vida. Esto supone animarse a crecer, animarse a ser adultos y tomar la propia vida entre las manos para entregarla toda, sin reservas.
Es cierto que muchas veces quisiéramos una vida fácil o un dios que nos resuelva los problemas. Eso no existe, ni lo uno ni lo otro, aunque en nuestra mente y en nuestro corazón creamos, o quisiéramos creer, que sí.
Dios nos quiere adultos, capaces de entregar aquello que Él mismo nos dio y que, por tanto, no nos pertenece del todo. El adulto es aquel que es tan libre que es capaz de entregar todo lo que tiene.
Cuando descubramos que vamos en esa dirección, tal vez entonces es que podamos darnos cuenta que la fe que pedimos ya la hemos recibido y aunque sea tímidamente también ya la estamos poniendo en juego.
Alfredo Acevedo, sj
Estudiante Teología