Una de las grandes conquistas de la vida cristiana consiste en comprender que Cristo se fija en cada uno de nosotros en particular para hacernos conocer su voluntad precisa. Se detiene frente a mí, frente a mí solo, y pone sus manos divinas sobre mi cabeza. Mientras nos consideramos como perdidos en una muchedumbre de fieles anónimos, mientras nos imaginamos que las palabras o invitaciones de Cristo van dirigidas a una masa de fieles, mientras mis relaciones con Cristo quedan como algo colectivo y vago, no he comprendido la paternidad divina, ni mi papel de hijo de Dios.
El gran momento de la gracia llega cuando me doy cuenta que los ojos de Cristo se fijan en mí, que su mano me llama a mí en particular, que yo, yo soy el motivo de su venida a la tierra y el término de sus deseos bien precisos. El me ha reconocido de entre la muchedumbre. No soy uno entre miles. No existe esa multitud. Hay Dios y yo, y nada más, ya que todo lo demás, mis prójimos inclusive, los he de ver en Dios.
Conocer, pues, este llamamiento especial que Dios me dirige a mí en particular, ha de ser mi gran preocupación de toda la vida. La vida de un cristiano es un gran viaje que termina en el cielo. Nuestra más ardiente aspiración debe ser realizar ese itinerario, y no exponernos por nada del mundo a perder la estación de término que nos ha de llevar a la vista y al amor de Dios nuestro Padre.
San Alberto Hurtado, sj