No es la euforia de los momentos de subidón, ni la chispa de un momento jocoso. No es risa floja ni alboroto y algazara. No es alegría etílica ni televisiva, pastillera ni hooligan, histérica ni simple, cervecera o evasiva. La alegría del Evangelio es algo muy diferente. Es optimista sin ser ciega. Es constante sin ser fácil. Tiene que ver con palabras como sentido, fe, lucha, opción, camino, reto, humanidad. Es la alegría que puede reír, y también llorar.
(….). Y tú en el camino a veces te sientes cansado, y otras lleno de energía. Tal vez has parado a recuperar fuerzas. Ahora vas hablando con tus gentes, o cantando, y luego hay silencio. Hoy hay sol, y tal vez mañana habrá tormenta. Pero el murmullo del torrente, el agua que corre está ahí.
La alegría profunda del Evangelio es algo así. Es encontrar, en el fondo, un manantial fresco, una fuerza vital que, por más piedras y barreras que encuentre, siempre encontrará un espacio para ser parte de tu vida cotidiana, de los momentos fáciles y los problemas, del canto y del silencio.
En la película «El Rey Pescador» hay un momento mágico. Un hombre espera en el vestíbulo de la Estación Central de Nueva York. Cientos, tal vez miles de personas pasan apresuradas, sin mirarse, evitándose, aislados en la masa. Él espera. De pronto ve, a lo lejos, la silueta que espera: una mujer. Podría pasar perfectamente desapercibida. No es guapa. Su ropa es normal. Camina encogida entre esta multitud. Pero, en el momento en que él la ve, de golpe todo el entorno cambia. En ese momento el andar apresurado de todos los transeúntes se convierte en un baile, y la estación en una gran sala. El desorden en armonía. El ruido en música. La indiferencia en sonrisas. La anciana baila con el joven. La monja con el ejecutivo. El médico con la abogada… Y mientras el hombre sigue a esa mujer que, para él, es la más maravillosa del mundo, la estación se convierte en un lugar mágico, donde todo es posible.
Descubrir el Evangelio es encontrar que, en algún momento, el mundo se ve como ese espacio en el que la alegría profunda y común es posible. Es saber que el ser humano es capaz de lo mejor, y creer que eso es posible. Es ser capaces de soñar, y construir ese sueño.
PastoralSJ