Ignacio de Loyola, hombre de muchos pasos andados y desandados, hombre de pasiones fuertes, de sentimientos vibrantes, de un ímpetu increíble. Santo, peregrino, estudiante, compañero y amigo, sobre todo, amigo.
Nunca sentí a una persona que vivió hace 400 años tan cerca, tan viva, tan contemporánea como él.
A Iñigo lo fui conociendo con el tiempo. Por relatos que me contaban, por medio de sus frases, de hecho la primera que me dijeron fue: “No el mucho saber harta y satisface el alma sino el sentir y gustar de las cosas internamente”.
Por un tiempo no entendí el significado que de verdad encerraban esas palabras. Fui creciendo, maduré en carácter y espíritu y me animé a hacer sus famosos Ejercicios Espirituales, y fue ahí donde lo empecé a conocer de verdad, donde comencé a entender el significado de eso que repetía, fue ahí donde mi corazón se abrió realmente a Dios.
De manera inconsciente al principio y muy consciente después me fui adentrando más en su forma de vivir la fe. Me gustaba y me gusta. Esa premisa de salir de uno mismo para dar, para darse por el otro y para el otro, pero principalmente por Dios y para Dios. Eso de misionar en el día a día, de hacer de la misión una forma de vida, de entregarse sin reservas, de ser contemplativos en la acción, es decir, ver a Dios en todo momento.
Y creo que una de las cosas que más me llegaron de la vida de este Santo, es que se arriesgaba, que saltaba al vacío una y mil veces, soñó y luchó por lo que creía siempre, en todas sus etapas, en los distintos momentos de su vida. Y cuando lo conoció a Dios confió en él ciegamente, sin reservas. Él sí que vivió, y lo hizo con una pasión que lo llevó a dar todo.
Para mi, Ignacio y su historia, sus pasos, sus caídas, sus derrotas, sus logros, su ímpetu y su forma de vivir la fe son un modo de vida, me inspiran, me ayudan a ver que nada es imposible. Que si uno pone lo suyo y confía, Dios pone el resto y más.
“Dame Tu amor y gracia que estas me bastan”
Coqui Benitez