El resumen del capítulo V (nº 49 al 53) de la Autobiografía de San Ignacio que hace la Biblioteca de Autores Cristianos dice, entre otras cosas, que en ese camino de Ferrara hacia Génova rumbo a Barcelona “se le representa Jesucristo”.
En su peregrinar, una vez vuelto de Jerusalén, Ignacio está determinado en que quiere estudiar “para poder ayudar a las ánimas” (50), y con esa convicción atraviesa los campamentos de las tropas imperiales y francesas. Es tomado preso y tratado por espía, también es injuriado y tenido por loco. El nº 51 de la Autobiografía narra esa experiencia de “maltrato”: es examinado, sospechan de él, lo desnudan, le sacan sus zapatos, le revisan “todas las partes del cuerpo”. Y a renglón seguido lo llevan a comparecer con el capitán, y el texto dice que “el peregrino tuvo como una representación de cuando llevaban a Cristo”, y que “él iba sin ninguna tristeza, antes con alegría y contentamiento”.
En su último día en Jerusalén ya le había pasado algo similar como narra en el nº 48: “le parecía que veía a Cristo sobre él siempre”.
Llama la atención cómo en estos momentos de contrariedad, de frustración y hasta de fracaso, el Señor lo consuela recordándole su Pasión y representándosele “siendo llevado”. ¿Cómo es que esa “representación” lo consuela tanto? ¿Qué hay detrás de esa docilidad de Jesús que se le regala vivir a Ignacio? Ciertamente la misma confianza en la Voluntad del Padre, que luego le llevará a escribir en las Constituciones “en él solo la esperanza” (Constituciones nº 812), y el mismo amor a los hombres hasta dar la vida, que Ignacio aterriza en aquello de “ayudar a las ánimas”.
En el Santuario de Nuestra Señora de los Milagros, en la nave que da sobre General López, hay dos imágenes antiquísimas del Señor rumbo a la Pasión: una atado a la columna, y otra sentado en el pretorio. El Cristo de la Paciencia. Estoy seguro que en tu iglesia también hay alguna imagen del Nazareno, o del Calvario, o de María al pie de la cruz, que son muy veneradas por la gente.
Más de una vez nosotros, como Ignacio, nos sentimos así de frustrados o maltratados. Se ve que él llevaba en su corazón grabadas a fuego estas imágenes de la Pasión de Jesús, y que el sólo recordarlas, o el dejar que nuevamente se le representaran, le traía un gran consuelo, una gran paz. Seguramente le remitirían al amor de fondo que lo conduce a la cruz.
Ojalá que ese mismo amor nos motive a cada uno de nosotros a seguir en camino, a aceptar nuestros fracasos, a no temerle a los maltratos, viendo con el corazón a Cristo siembre sobre nosotros. Dejándonos consolar por Él (“gracias a sus heridas fuimos sanados” Is 53, 5), para ejercer también nosotros su “oficio de consolar” (EE 224).
Ignacio Rey Nores, sj