Atacar, no tanto los efectos, cuanto sus causas. ¿Qué sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a cuerpo. Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc 10,30-32). El agonizante del camino, es el desgraciado que encuentro cada día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el hombre sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro tiempo, en todos sus sectores.
Tomar en primer lugar la miseria del pueblo. Es la menos merecida, la más tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y el pueblo no tiene a nadie para que lo preserve, para que lo saque de su estado. Algunos se compadecen de él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se consagra en cuerpo y alma a atacar las causas profundas de sus males? De aquí la ineficacia de la filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la herida, pero no el remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma a la vez.
Lo primero, amarlos: Amar el bien que se encuentra en ellos, su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias… Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias… Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo almuerzo tranquilamente, y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, que me desgarre a mí también.
Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se desarrolle en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados. Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.
Y esto no es más que la traducción de la palabra «amor». Los he puesto en mi corazón para que vivan como hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo, verdadera luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9). Toda luz de la razón natural es luz de Cristo; todo conocimiento, toda ciencia humana. Cristo es la ciencia suprema.
Pero Cristo les trae otra luz, una luz que orienta sus vidas hacia lo esencial, que les ofrece una respuesta a sus preguntas más angustiosas. ¿Por qué viven? ¿A qué destino han sido llamados? Sabemos que hay un gran llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para hacerlos felices en la visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados a ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios. Y este llamamiento es para cada uno de ellos, para los más miserables, para los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados de entre ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para todos ellos (cf. Jn 1,5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados.
Amarlos apasionadamente en Cristo, para que la semejanza divina progrese en ellos, para que se rectifiquen en su interior, para que tengan horror de destruirse o de disminuirse, para que tengan respeto de su propia grandeza y de la grandeza de toda creatura humana, para que respeten el derecho y la verdad, para que todo su ser espiritual se desarrolle en Dios, para que encuentren a Cristo como la coronación de su actividad y de su amor, para que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para que su sufrimiento complete el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).
Si los amamos, sabremos lo que tendremos que hacer por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere sobre todo mi esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.
Alberto Hurtado, sj