El primer principio que nos puede orientar en nuestra elección es indiscutiblemente éste: Dios me llama a aquel estado o modo de vida en el que mejor puedo servirle y en el que mejor puedo salvarme. Dios ha creado al hombre para conocerlo, amarlo, glorificarlo y mediante esto salvar su alma. Esta es la doctrina de San Ignacio de Loyola en la meditación básica de los ejercicios, que él llama «principio y fundamento» de toda buena elección.
«El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor y mediante esto salvar su alma: y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuando le ayudan para su fin; y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden; por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido: en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin a que somos creados».
Esta página fundamental de los Ejercicios ha iluminado a centenares de miles, y sin exageración a millones de jóvenes «a hacerse sana y buena elección de su vida». No es una página que pueda leerse de corrido y dejarse definitivamente; es una página que ha de leerse, volverse a leer y meditar en la presencia de Dios y con la ayuda de su gracia.
Medicina, ingeniería, sacerdocio, matrimonio, milicia, política, riqueza y pobreza… todo no es en el fondo mi fin, sino un puro medio para conseguir mi fin. He de «hacerme indiferente» ante todos estos medios en forma que no oscurezcan lo único que tengo derecho a desear por sí mismo: Dios, mejor amado, mejor servido, Dios poseído eternamente en la gloria. Ante la luz y la fuerza de ese principio he de mirar tranquilamente en qué forma me ayudan o me estorban cada una de las carreras o caminos de vida que me solicitan.
Al término de mi investigación tendré certeza de que Dios me quiere en aquel camino, que hallo ser para mí el mejor medio de alcanzar mi fin, lo cual supone, naturalmente, que me encuentre con los talentos, condiciones que me hacen apto para tomar aquel camino y perseverar en él.
Notemos bien y con harta insistencia que no se trata de elegir un buen camino cualquiera, sino el mejor para mí. Y acentúo estas dos palabras: «para mí» no para un ser abstracto, sino bien en concreto para mí, con todo mi equipo de inteligencia, afectividad, simpatía, cualidades y defectos, influencias e inclinaciones, con todas las posibilidades que la vida me ofrece a mí; en el momento concreto que vivo ante las necesidades del mundo, de la Iglesia, de la Patria, de mi localidad, de mi familia.
Es un yo bien real quien se plantea el problema, un yo de espíritu y carne (no sólo de carne y huesos), cristiano que mira el problema a la luz de su Padre Dios, con los ojos, el criterio y el corazón de Cristo. Y este yo quiere escoger un camino, no un camino que sea simplemente bueno, sino el mejor para él.
¿Cómo voy a contentarme con que lo que elijo no sea malo, si hay mil posibilidades mejores para mí? ¿Tendré derecho a contentarme con un simple aprobado como alumno si soy capaz de grandes conquistas intelectuales? ¿Me contentaré con necesarias para los demás? ¿Me contentaré con dar un buen remedio a un enfermo a quien puedo darle una medicina de eficacia inmensamente mayor?
Este criterio de «lo mejor en el caso concreto» que se tiene en todo negocio importante, ha de ser el criterio bien preciso que hemos de tener en el más importante de los negocios, aquel del cual depende mi vida, y la vida de muchos otros, mi tiempo, mi felicidad, y lo que es más, mi eternidad y tal vez la eternidad de muchos otros seres, hermanos míos.
Estas consideraciones, por desgracia, ¡qué ajenas son a la elección de la mayoría de los jóvenes que se dicen cristianos! aun aquellos que piensan seriamente el problema de su porvenir ¿tienen el valor de afrontar toda la ruda seriedad, la viril macicez de este principio con todas su fuertes consecuencias? Muchos de ellos al verlo claramente retroceden espantados de las consecuencias a que la lógica cristiana llevaría a muchos de ellos: no se atreven a escalar la ascensión de la adusta mole, prefieren las soluciones fáciles de un camino llano y conocido. ¡Si supieran que la felicidad es inseparable de la verdad! ¡Si se dieran cuenta que la paz es la tranquilidad en el orden! No tengas miedo, tú joven amigo, a afrontar el problema en toda su realidad a la luz de Dios, de tu alma, de la eternidad, de los grandes valores, los únicos que pueden inspirar las grandes resoluciones.
Para un joven que pretende ser cristiano de veras, las grandes preguntas que deberá hacerse antes de elegir su camino en la vida, son las siguientes: ¿Dónde evitaré mejor el pecado? ¿Dónde me será más fácil alcanzar la perfección? ¿En qué estado ayudaré más segura, más intensa y extensamente a las almas? ¿Dónde haré una obra más duradera, más sobrenatural? ¿Dónde daré mayor gloria a Dios, dónde lograré alcanzar mayores merecimientos para la vida eterna?
Hay en nosotros varias vidas: el problema está en dar amplio cauce a la mejor, a la vida divina. Busquemos primero el Reino de Dios, lo demás vendrá por añadidura, y no hagamos al revés: pensar antes que todo en la añadidura, y esperar que Dios habrá de ser lo bastante bueno, para no privarnos de su Reino, a pesar de nuestra ruindad. La masa de los jóvenes seguirá siendo terrena y carnal, pero ¡oh Señor, haced que los que han recibido más luz, no pequen contra la luz!
Alberto Hurtado, sj