Jesús nos llama constantemente a una entrega completa, radical; a dejarlo todo (pero todo: nuestros apegos materiales, pero también nuestro orgullo, nuestro ego, nuestro individualismo). A eso, todos lo sabemos. E incluso lo vemos en la vida de esos santos que de alguna forma se acercaron a esa propuesta; que en contraste con la realidad y los valores que nos ofrece el mundo, parece de otro planeta: Hurtado, la Madre Teresa, y muchos otros más que con su testimonio nos dan esperanza, pero… cómo negarlo, muchas veces nos hacen pensar que estamos muy lejos de llegarles a los talones.
Me gustaría tomar el ejemplo de la viuda pobre, que nos cuenta Jesús, que dio todo lo que tenía -dos simples monedas- para un fin solidario. Me parece que esta viejita, en realidad, era más rica que todos los que donaron grandes cantidades de dinero.
Quizás podamos imaginarnos los muchos problemas que tuvo que atravesar esa pobre mujer tras quedar sin un peso, y decir que en su lugar, lo más probable es que no hubiésemos sido capaces de tal donación. Quizás muchas veces, al querer parecernos un poquito a ella, demos, entreguemos lo que tenemos pero con un poco de miedo, con limitaciones, casi obligándonos a hacerlo porque “tenemos que hacerlo”.
Creo que la entrega de aquella mujer fue muy distinta a esa idea un poco culposa que a veces mal entendemos, en la que para darlo todo, hay que sufrir. Ella entendió el amor, ella -estoy casi segura-, recibió muchísimo, gozaba de esa vida en abundancia que trae Cristo; tanto, que la hizo estar segura de que si dejaba esas dos monedas, no iba a sufrir, no se le haría imposible, o muy difícil, salir adelante. Porque nuestro paso por este mundo, va por otro lado. Un poco me hace acordar al despojo de San Ignacio, que no podía estar con más bienes materiales de los que necesitaba, y aún así, era una persona felíz, sabia.
Es que ese despojo se basa en una certeza muy fuerte, muy profunda: renunciar a comodidades por un tiempo -el dinero, como otras cosas, es una comodidad- sabemos que no va a dañarnos gravemente; y, en cambio, la alegría de haberle sido una solución al problema, a la necesidad de otro, no nos la quita nadie. Comprenderlo nos ayuda a disfrutar sin culpa de las cosas materiales, y a querernos a nosotros mismos sin miedo a ser egoístas o vanidosos, sabiendo que podemos despojarnos, y no por ello perecer, sabiendo que podemos equivocarnos, y no por ello ser menos. Entonces cuando se nos llama, darlo todo, con la certeza de recibir lo eterno. Y eso que se recibe, no es en un futuro, como algo que vendrá después, quién sabe cuándo, en forma de recompensa. Está acá, ahora, reflejado en la alegría de aquellos que aman y son amados.
Mili Raffa
Grupo de Comunicación San Ignacio