Evangelio según San Marcos 6,1-6
Jesús se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?”. Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Por eso les dijo: “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de sanar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe.
San Marcos muestra, en su evangelio, que el mensaje de Jesús no fue comprendido por la gente de su tiempo. Los más cercanos al Maestro se sentían desconcertados ante sus gestos y vecinos, discípulos y familiares se atrevían a cuestionarle y le invitaban a modificar su conducta (Mc 3,31-35; 4,10-13; 6,1-6). El evangelista no teme mostrar que hubo desencuentros entre ellos y que, en ocasiones, Jesús les dirigió duras palabras que denotaban enojo, cansancio, exasperación: “¿quiénes son mi madre y mis hermanos?” (Mc 3,33); “¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe?” (Mc 4,40); “¿Todavía no comprenden?” (Mc 8,21); “No desprecian a un profeta más que en su tierra” (Mc 6,4).
El origen del problema parece estar en la duda. El modo en que Jesús procede, habla, sana, se relaciona con los demás suscita inevitablemente preguntas: ¿Con qué autoridad hace lo que hace? ¿Cómo un hombre puede romper las tradiciones forjadas durante siglos? ¿Qué legitima a este galileo a quebrantar las leyes que Dios le ha dado? ¿Cómo se atreve a quebrantar la Ley tocando a los impuros? Al acercarse a los marginados, Jesús cuestiona todo lo que su pueblo tenía por bueno, puro y agradable a Dios. Se aleja de los centros de poder políticos y religiosos y se sumerge en la realidad de los desplazados legislativa y culturalmente. Mujeres, niños, ciegos, sordos, endemoniados y leprosos ocupan el centro de su atención.
El origen del problema, efectivamente, parece estar en la duda que aparece y fermenta cuando se contempla el modo de proceder de Jesús. No solo un antiguo sistema de creencias y tradiciones entró en crisis, sino un modo de ser y de existir. Quienes contemplaban sus gestos se sentían invitados a hacerse cercanos y prójimos de otros, extendiendo la mano para ofrecer sus vidas a los sufrientes. Las acciones del Hijo de Dios despertaban el incómodo deseo de salir de los lugares habituales para acercarse a los dolores del mundo y ser agua que calme una sed existencial.
Las acciones de Jesús invitaban a ser parte del proyecto irrenunciable de Dios y por el cual, obstinadamente, busca al pequeño, al enfermo, al necesitado para rescatarlo (Mc 2,17). Los gestos del Maestro invitaban a mirar con misericordia a los sufrientes y su dolor dejaba de ser ajeno para ser una experiencia compartida. El modo de tocar, de escuchar, de existir de Jesús les invitaba a buscar una dignidad que les pertenecía inalienablemente, pero a la cual solo podían reconocer cuando se atrevían a experimentar el riesgo de amar.
Y, finalmente, el modo de actuar de Jesús les invitaba a abrir sus corazones habitados por heridas, dolores y sufrimientos para ser sanados por el Señor y su pueblo a través del derroche de perfume, aceite y vino derramado sobre ellos. Al compartir su vida con el Hijo de Dios, los familiares, amigos, discípulos y cercanos pudieron reconocerse como seres impuros y, sin embargo, profundamente amados por aquél que no negocia su fidelidad. En adelante, no tuvieron necesidad de mostrarse perfectos delante de los demás para sentir que la mirada y su mano de Dios se posaba sobre ellos. Por el contrario, sintieron que, al emplear su tiempo y esfuerzo en ocultar sus imperfecciones, corrían el riesgo de que el Hijo de Dios pase sin poder hacer ningún milagro en sus vidas. Aprendieron a confiar en Aquel que anunció: “No tienen necesidad del médico los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 2,17).
Maximiliano Koch, sj
Estudiante Teología