Aún recuerdo la noche de esa última cena. Todavía éramos doce en torno a la mesa y junto al Señor. Por aquel tiempo, en Jerusalén, la Pascua judía resonaba como una música de sosiego expandiéndose a lo largo de las calles y las casas. El viento de su paz nos devolvía la esperanza de la promesa; de ser un pueblo pobre, sí, pero rescatado de la indignidad y el imperio inhumano. El color de la tarde se nos presentaba como una especie de oasis a los afanes de la ciudad y su interminable esclavitud. Y el oasis todavía redoblaba su perfume cuando en el silencio además hablaba él, el enigmático maestro, Jesús, el nazareno. Todos sabían el origen de mi encuentro con el Señor, allá a lo lejos junto a la mesa de los impuestos, casi al atardecer y previo a la cena. Ese día alguien me miró como nadie lo había hecho jamás; porque en sus ojos no hubo desprecio ni regaño, ni en su voz, condena. Una mano tendida en el fango de mi existencia; no supe cómo resistirme a tanta belleza, al sencillo y olvidado sentimiento de paz que se abría con su “sígueme”. Sólo los miserables como yo, que conocen lo que significa estar muertos para el reino, entienden la paz ineludible de una segunda invitación. Accedí desde mis entrañas y esa noche cenó conmigo. Allí aprendí, por primera vez, la diferencia entre mi pecado y mi destino de amor, junto al seguido rigor de mi primer paso en medio de las aguas y por la senda de mi maestro. Un futuro incierto de gracia y de profundidad escindía el temido mar rojo de mis antepasados.
Y ahora que voy pisando en el atardecer de mis días, la dulce ancianidad, repleta de paisajes y de nombres, recuerdo como cosa intacta el momento de aquella otra reunión y su noche. La habitación era humilde y amplia; en el medio, una mesa semicircular, de tablas amarillas, nos congregaba. Creo que había pan. Segundos antes de la ofrenda Judas Iscariote ofuscado, se retiró. Tímido y reservado como era, no atiné a preguntarle el porqué de su ida ni el hacia dónde. Sólo después entendimos que en ese instante, el infeliz consumaba su traición. Me dejé estar en silencio junto al Señor. Él tomó con sus manos el pan y la copa de la ofrenda. De reojo y como robándole un secreto entreví el modo en que el Señor mismo posaba sus ojos sobre el vino caliente de su sangre ¿Habrá entendido él, entonces, la consistencia de su muerte? La poderosa y definitiva oración fue para mi Dios el trago amargo de su cáliz. El mar rojo de su sangre, largamente custodiada por el silencio de su sabor en la boca, como un beso de amor a la propia muerte. Después el pan y la entrega que nos embriagó. El exceso de la creación consumó allí, en la noche de aquella acción, el destino de todo ser.
Después, distraídos y cansados, nos fuimos a dormir sin entender nada de lo que estaba por ocurrir. Y la cruz del Señor nos sobrevino como un ladrón a media noche, de la mano del traidor y junto a los guardias del templo. Con la cruz, y en vísperas de la Pascua, la mano extendida de Moisés encontró su más acabada repetición: la entrega de Jesús, el nazareno, abriéndonos a la humanidad una senda de futuro, surcando para nosotros el espacio de una acogida y erigiendo libremente el pulso de la fecundidad.
Ignacio Puiggari, sj
Estudiante Jesuita