Estas son preguntas para dejarse afectar, para interiorizarlas, para convivir con ellas y que nos interpelen, y así dar tiempo a que la respuesta salga del corazón y no que sea una respuesta inmediata y precipitada; porque las respuestas precipitadas a preguntas hondas suelen ser o muy superficiales o equivocadas.
¿Qué experiencia de Dios es la que me mueve y me sostiene? ¿Cuál es su auténtica profundidad en mí?
Sin duda alguna, la pregunta nos plantea una cuestión fundamental y decisiva, fruto de las convicciones básicas: De la profundidad de mi experiencia de Dios depende la profundidad con la que voy a vivir mi vida y la hondura de mi compromiso con mis hermanos; sin esa experiencia, mi compromiso va a estar tentado y amenazado de superficialidad.
De la vitalidad de mi experiencia de Dios, del Dios siempre nuevo y que habla de modo nuevo en las circunstancias de la historia, dependerá mi creatividad; creatividad que no tiene que ver con artificios ingeniosos ni banalidades, sino con un deseo de servicio siempre atento y, por ello, renovado.
Del vigor y la fuerza de mi experiencia de Dios va a depender la constancia y la perseverancia en el servicio y el compromiso con mis hermanos, siempre amenazados por las dificultades exteriores y los desánimos y cansancios interiores.
Del contenido de mi experiencia de Dios, de aquel rostro de Dios que me es dado contemplar, va a depender mi modo de situarme en la vida, mis actitudes vitales básicas.
La experiencia de Dios de San Ignacio es una experiencia que queda plasmada, de un modo plástico y vigoroso, en la contemplación de carácter claramente trinitario de la Encarnación.
El Dios de Ignacio de Loyola es el Dios Trinidad: una Trinidad en un profundo diálogo intratrinitario, y una Trinidad volcada compasivamente sobre el mundo. El ad intra y el ad extra de la Trinidad. El Dios de Ignacio es diálogo y compasión. Y ese Dios va a marcar decisivamente toda la espiritualidad ignaciana.
Los elementos que Ignacio definió como propios de una espiritualidad fundada en la experiencia del Dios Trinidad, son: vivirnos, como Cristo y en unión con Él, en misión; una misión que se realiza al modo de Cristo, es decir, en humildad, abajamiento y cruz; y, finalmente, ser contemplativos en la acción, la experiencia de la unión con Dios en el ejercicio de la compasión. A partir de la experiencia trinitaria, san Ignacio expuso los elementos propios de su carisma. Pero ese carisma admite nuevas profundizaciones, y, por eso ,ahondar en la experiencia del Dios Trinidad nos descubrirá aspectos nuevos del carisma ignaciano. Las personas de la Trinidad proponen el modelo de lo que significa ser persona: ser en relación, ser en donación y en entrega, ser persona «para los demás». Y la relación entre las personas de la Trinidad propone un modelo de vida en comunidad: ser comunidad en comunión interior para el servicio al mundo.
El Dios de Ignacio nos mueve al diálogo y a la compasión, al compromiso comunitario y al servicio al mundo.
¿Cuál es la clave de integración de mi vida? ¿Cuál es su eje integrador?
Es muy importante que tengamos en la vida una clave de integración, un eje en torno al cual se articulen todas nuestras actividades y todas las dimensiones de nuestra persona, un horizonte hacia el cual miremos y tendamos en todo aquello que hacemos y somos. Eso nos da una profunda unidad interior, una armonía que sosiega, y nos evita la dispersión, el descontrol e incluso la insatisfacción permanente o la ruptura de nuestro equilibrio vital.
Aquello que da unidad en su pluralidad y en su diversidad de personas y de actividades, es el sentido de misión. Sentido de misión que deriva directamente de la experiencia trinitaria y de vivirnos como compañeros y seguidores de un Jesús. Y esa misma propuesta es la que se nos hace a cada uno de nosotros desde el carisma ignaciano: hacer de la misión el eje de integración de nuestra vida, hacer del servicio, del «ayudar», nuestro horizonte vital. Es esta una propuesta enormemente valiosa porque es una propuesta válida para todas las dimensiones de una vida humana: las relaciones interpersonales, el cuidado de nosotros mismos, el descanso y también nuestras pasividades, nuestras disminuciones. Para nosotros todo puede ser misión, servicio, y vivirlo todo como misión nos dará sentido y unidad. La propuesta de la misión como eje de integración es también una propuesta válida para todos los momentos y etapas de la vida, que se pueden vivir como «misión», con formas distintas de concretarla según las propias posibilidades.
La misión nos da una clave para nuestra contemplación del evangelio. Vivirnos en misión nos invita a preguntarnos qué nos sugiere cada pasaje evangélico que contemplemos, para cumplir mejor la misión recibida, y qué lección concreta podemos aprender de ese pasaje para nuestra vida de apóstoles. En definitiva, es el modo de leer el mundo de Dios, en tres palabras con la anchura, con la hondura, y con la cercanía de Dios, es decir, con la universalidad y la mirada amplia de Dios, con la profundidad de Dios, con el cariño de Dios. El centro de la misión es el hombre, «todo el hombre y todos los hombres» en su dimensión individual y en su dimensión social, y la fidelidad y el rigor en la misión nos pide un permanente discernimiento para captar las nuevas necesidades y las respuestas adecuadas a ellas.
Pedro Arrupe, sj
Adaptación