Una de las experiencias humanas que más vivimos y cuestionamos, es el dolor. Es muy característica su dimensión de originalidad: nos sorprende, nos encuentra en distintas formas y momentos, por distintas causas y con diversas reacciones. Siempre nos enseña nuevos modos para transitarlo y adaptarnos a las circunstancias, nos sacude, nos despierta, nos avisa que estamos vivos y creciendo.
¿Qué sentido tendría vivir sin sentir? ¿Sin sufrir? Sería mediocre y egoísta, nos convertiría en máquinas que se pierden el regalo del corazón, el regalo de amar. Jesús nos consuela en la parábola de la vid y los sarmientos: nos exige, porque somos sarmiento que da fruto, pero nos poda, para dar más fruto aún ¡Y claro que duele ese cortar, ese arrancar! Pero, luego veremos frondosos los frutos e inmensa madurez en las obras.
El Santo Padre Juan Pablo II, escribió: “El sufrimiento humano suscita compasión…” El sufrimiento nos mueve a buscar ayuda en las personas, y a la vez, nos capacita a brindar nuestra asistencia, a estar más atentos al padecer del otro.
Pensemos al dolor como parte del sentido a la vida, como lugar de paso y no como estación final. Cuando experimentamos el sufrimiento, unimos la necesidad de la oración con la esperanza del gozo futuro, emprendemos la búsqueda del sentido mismo del dolor y nuestra existencia, cuestionamos nuestra libertad en el deseo de “eliminar” ese dolor, y abrazamos lo que nos pasa confiados en que Su mirada serena nuestra tormenta y nos cobija en su corazón. Es en el poder de la oración, en ese compartir mis preocupaciones y turbulencias con Dios misericordioso, donde el sufrimiento se transforma, encontrando su sentido, y con Su gracia, se convierte en alegría.
De esta manera, no hay forma de caer en el riesgo de dejarnos absorber por nuestras propias emociones y sensaciones, y empezamos a ver al dolor como parte de la existencia humana que intenta forjar nuestra vida; no sólo es trabajar aceptación o rechazo del mismo, sino lograr integrarlo al plan de Dios para cada uno de nosotros.
Pase lo que pase en nuestra vida interior o en el mundo que nos rodea, nunca olvidemos que la importancia de los sucesos o las personas es relativa. Calmemos el corazón: dejemos que corra el tiempo; y, después, viendo de lejos y sin pasión los acontecimientos y las personas, adquiriremos la perspectiva, pondremos cada cosa en su lugar y con su verdadero tamaño.
Ojalá nos animemos a sentir, ojalá nos entreguemos confiados sin pensar que podría doler después. Ojalá que nos dejemos impactar a partir de las experiencias que enfrentamos, para así reconfortarnos en la aventura de abrir nuestro corazón, entendiendo que a la mirada de Dios todo cobra un nuevo sentido.
Juliana Schenfeld
Grupo de Comunicación San Ignacio