Cuesta entender por qué hay momentos en que, para conquistar, o alcanzar algo importante en la vida tenemos que pasar por la experiencia de la derrota, del fracaso y hasta de la humillación. Cuando conocemos la vida de muchos hombres y mujeres que hicieron historia, en todos los ámbitos, encontramos que han atravesado por situaciones muy, muy difíciles. Personas que sintieron tocar fondo en sus vidas, hasta llegar casi al extremo de enloquecer, pero luego fueron grandes visionarios que dieron a la humanidad entera un legado que dura hasta hoy.
Ninguno de nosotros quiere fracasar. No queremos sentirnos de ese modo. Queremos ser triunfadores. Deseamos lograr lo que queremos y no tener que pasar por el dolor que ocasiona el fracaso o la derrota. Pero ¿Qué tiene esa experiencia de derrota, de fracaso, de tocar fondo y hasta de sentirse humillado, que parece estar en la base de quienes verdaderamente han logrado sus sueños? Me pregunto esto cada vez que descubro, que detrás de esos individuos que admiramos, porque han contribuido a que la humanidad sea mejor, hay un pasado de luchas, de fracasos, hasta que dan el gran salto.
Como afirmé antes; no nos gusta fracasar y no queremos sentir que hemos perdido. Pero hay algo que no podemos negar, y es el hecho de que parece existir en esos momentos difíciles de crisis, una fuerza, una energía, un poder, que nos impulsa desde dentro para alcanzar lo que anhelamos. Este es un misterio fascinante y desconcertante a la vez: solo triunfa quien fue alguna vez vencido. El deseo del ego por sobresalir empaña todo el bien que podemos hacer por los demás, porque lo hace para su propio bien y gloria. Por eso, la derrota del ego es la victoria del yo profundo en su camino de plenitud que está llamado a ser.
Creo firmemente que Dios anhela, una vida plena para nosotros. No una vida plagada solamente de sensaciones agradables, sino fecunda y que tenga experiencias vitales. En ocasiones, los sueños que queremos alcanzar, las metas que queremos lograr, o los lugares en los que queremos estar, no responden precisamente al anhelo profundo que hay en todos nosotros de plenitud, sino más bien al de una de “autoglorificación” personal.
Cada uno de nosotros somos un don de Dios porque somos el fruto de su amor, pero también un don para los demás seres. No somos personas para nosotros mismos y no fuimos creados para enroscarnos en torno a nuestros logros, sino para que todo lo que logremos en la vida tenga una repercusión bondadosa hacia lo que nos rodea, en cualquier ámbito y a cualquier nivel. Nuestra vida es plena, nuestra felicidad es auténtica, y nuestra sonrisa es duradera cuando descubrimos el don que somos. Un don para el mundo, llamados a embellecer la historia y la vida de los otros. Pero nada de ello será posible sino derrotamos antes el deseo de autoglorificación que existe en todos, nosotros fruto de nuestro ego que carece de un amor verdadero y gratuito.
No necesitamos el aplauso de los demás, las ovaciones de las masas, ni el reconocimiento de nadie para ser plenos y felices. Lo que necesitamos es descubrir el regalo que somos y lo que estamos llamados a ser para los demás. Solo el descubrir esta maravilla hará que todo lo que logremos, no sólo será una conquista personal sino también una riqueza que beneficie nuestro entorno.
Al contemplar la Cruz de Jesús «levantado en alto» vemos el fracaso y el triunfo, la derrota y la conquista, la muerte y la vida al mismo tiempo. Este es el camino de una vida plena, vencer en nosotros el ansia de “autoglorificación”, de vanidad, de querer sobresalir y ser “importantes” a los ojos de los demás. Debemos ser don que se cultiva y que fecunda la vida de todos. Dios cultiva esa perla en nosotros. Jesús, que nada tenía que purificar en su vida, nos mostró en la cruz que aquello que a los ojos de los demás puede considerarse una derrota o un fracaso, es en realidad la puerta, el crisol, para una vida plena. Vivir en plenitud no es sino albergar en nosotros un pedacito de eternidad en el tiempo.
Javier Rojas, sj