Tu pieza es un desierto. Entre el piso, el cielo y los cuatro muros, no hay más que tú y Dios. La naturaleza, que entra por la ventana, no turba tu coloquio, ella lo facilita. El mundo no cuenta para ti; ciérrale la puerta, con llave, por una hora. Recógete y escucha. Dios está aquí. Te espera y te habla.
Es tu Dios, grande, hermoso, que te reconforta, que te ilumina, que te hace entender que te ama. Está dispuesto a darse a ti, si tú quieres darte tú mismo. Acógelo, no lo rechaces. No huyas de Él, está allí. Te espera y te habla.
Es la hora que Él había escogido, para encontrarte. No te vayas. Escucha bien. Tú necesitas de Él, y Él también necesita de ti para su obra, para hacer por medio de ti el bien a tus hermanos. Él se va a entregar a ti generosamente, de corazón a corazón en esta soledad.
A ratos tu desierto es tu pieza, pero a Dios lo necesitas siempre. ¿Cómo recogerte en intimidad con Él, como los apóstoles a los cuales convidó al desierto para darles más intimidad?
Tu desierto, es la voluntad de nunca traicionar; es tu recogimiento en Dios; es tu esperanza indefectible. Tu desierto, no necesitas buscarlo lejos de los hombres; tú lo hallas en todas partes si vuelas a Dios; tanto en el tranvía, como en la plaza, como ante la inmensa asamblea que espera tu palabra. Tu desierto, es tu separación del pecado; tu fidelidad a tu destino, a tu fe, a tu amor.
San Alberto Hurtado, sj