Las grandes devociones que llenan nuestro siglo, las que brillan como el sol y la luna en nuestro firmamento son: la fe honda en Cristo, camino para el Padre; y la ternura filial para María, nuestra dulce Madre, camino para Cristo. El amor a María hace crecer en los fieles la comprensión de que María es lo que es por Cristo, su Hijo. «¡Id a Jesús!» es la palabra ininterrumpida de María. Y los fieles van a Jesús.
Si Dios nos ama, ¿cómo no amarlo? Y si lo amamos, cumplamos su mandamiento más grande, su mandamiento por excelencia: «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos; en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13, 34-35). La devoción a los Sagrados Corazones no puede contentarse con saborear el amor de Dios, sino que ha de retribuirlo con un amor efectivo. Y la razón magnífica que eleva nuestro amor al prójimo a una altura nunca sospechada por sistema humano alguno, es que nuestro prójimo es Cristo.
Que el respeto del prójimo tome el lugar de las desconfianzas: que en cada hombre, por más pobre que sea, veamos la imagen de Cristo y lo tratemos con espíritu de justicia y de amor, dándole sobre todo la confianza de su persona, que es lo que el hombre más aprecia.
Al levantar nuestros ojos y encontrarnos con los de María, nuestra Madre, nos mostrará Ella a tantos hijos suyos, predilectos de su corazón, que sufren la ignorancia más total y absoluta; os enseñará sus condiciones de vida en las cuales es imposible la práctica de la virtud, nos dirá: hijos, si me amáis de veras como Madre, haced cuanto podáis por estos mis hijos los que más sufren, por tanto, los más amados de mi Corazón.
El hombre necesita pan, pero ante todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe y esa luz, solo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos corazones…Ellos hablarán de Jesús en todas partes y contagiarán a otras almas en el fuego del amor.
San Alberto Hurtado, sj