«Que la lengua se me pegue al paladar
si no me acordara de ti,
si no pusiera a Jerusalén
por encima de todas mis alegrías.
(Sal. 136, 6)
Ignacio peregrino puso todo de sí tras lo que tanto deseaba: llegar a la tierra de Jesús. En realidad, su deseo es permanecer en ella, pero no será posible. Antes de su llegada a Jerusalén tuvo los pormenores de un viaje en barco ajetreado, pero nada impide que ponga manos a la obra: Quiere estar y vivir en Jerusalén con la única motivación de visitar siempre los lugares Santos y dedicarse al provecho espiritual de las personas que allí lo traten. Estamos ante un carácter emprendedor y persistente: va directo a buscar lo que desea y no se permite detener a considerar escaramuzas. Pero lo notable es que su carácter no impedirá que sea obediente: Ignacio obedecerá, especialmente cuando eso se oponga a su firme deseo de permanecer en Tierra Santa y deba volver a Europa. Así vuelve la pregunta sobre el “decidir qué hacer con su vida”. Nuevamente se topa con la necesidad de discernir e ir descubriendo lo que Dios quiere para él… aquí y ahora.
En el fondo, Jerusalén puede parecer una experiencia “fracasada”, ya que Ignacio no puede llevar a cabo su deseo: Tiene que volver a Europa sin ninguna posibilidad de quedarse en la Ciudad Santa… A nosotros nos suele suceder en la vida algo semejante cuando nos topamos con circunstancias que frustran nuestras expectativas e ilusiones. Sin embargo, y como si fuese una ironía, fuera de la frustración, -siempre tan pedagoga, tan compañera de ruta- Jerusalén será el lugar espiritual de Ignacio. Ahí volverá misteriosamente siempre. Hay una curiosa mención en la Autobiografía en la que quisiera detenerme: Cuando Ignacio pide permiso para residir en Jerusalén a los frailes custodios de los lugares Santos, estos, apelando a la sensatez le dicen que no puede quedarse, dado que es un lugar peligroso para su propósito. Ignacio finalmente va a obedecer, pero antes de partir volverá al monte de los Olivos a contemplar las pisadas que dejó el Señor sobre una piedra antes de ascender a los cielos. Y acá viene esta pregunta: ¿Por qué vuelve precisamente a ver las pisadas que dejó impresas el Salvador antes de ascender al cielo? Pareciera que detrás de ello se esconde un misterio programático de lo que será luego la vida de Ignacio y de todo el cuerpo apostólico de la Compañía, que se dispersará cuidando la unión de los ánimos:
“… volviendo donde antes estaba, le vino gran deseo de volver a visitar el monte de los Olivos antes que de partir, ya que no era voluntad de nuestro Señor que él se quedara en aquellos santos lugares. En el monte de los Olivos está una piedra, de la cual subió nuestro Señor a los cielos, y se ven aún ahora las pisadas impresas; y esto era lo que él quería tornar a ver. Y así, sin decir ninguna cosa ni tomar guía (porque los que van sin turco por guía corren grande peligro), se escabulló de los otros, y se fue solo al monte de los Olivos. Y no lo querían dejar entrar los guardias. Les dio un cuchillo de las escribanías que llevaba; y después de haber hecho su oración con harta consolación, le vino deseo de ir a Betfage; y estando allá, se tornó a acordar que no había bien mirado en el monte de los Olivos a qué parte estaba el pie derecho, o a qué parte el izquierdo; y tornando allá creo que dio las tijeras a las guardas para que le dejasen entrar”. (San Ignacio. Autobiografía. n. 47).
No nos interesa acá la disquisición de si las pisadas son reales, sino lo que se esconde detrás de este episodio en la vida de Ignacio… y tal vez de la nuestra. Hay una prisa y una urgencia interior de volver a contemplar las pisadas impresas en la piedra. Como si el Señor, a la hora de ascender al Cielo tuviese que dejar su marca imborrable en dura superficie, como si le pesase separarse de los amigos… tanto que deja sus huellas indelebles. Quizá sea lo que Ignacio va a mirar. Y más: Es capaz de dejar hasta tijeras y cuchillos como pago de acceso al Monte de los Olivos porque, efectivamente, lo vale. Ocurre como con la parábola del tesoro (Cf. Mt. 13, 44): Se vende todo para comprar el campo donde está escondido el tesoro.
Pienso que este episodio evoca directamente al misterio de la Ascensión del Señor: “Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”. (Lc. 24, 50-53). En las pisadas del Señor del Monte de los Olivos podemos ver que, donde de verdad ha pisado fuerte es en la vida de Ignacio. Esta será la misión que asumirá luego con sus compañeros. La Ascensión impone a los Apóstoles simultáneamente la dispersión para anunciar el Evangelio así como la unión de los ánimos, saberse unidos a los demás que viven la misma Fe en el Resucitado.
Nos pasa también a nosotros: El Señor ha dejado sus pisadas impresas en nuestro corazón, que viene siendo nuestra Jerusalén interior; y eso exige que siempre nos desafiemos a salir en misión, a anunciar al Señor con nuestra manera de vivir y de amar. Así lo hizo Ignacio. Y siempre tendremos a Jerusalén: Esos recodos del camino a los cuales siempre podemos retornar como volviendo a casa, donde podemos resarcirnos del cansancio y curarnos de los golpes o magullones que nos deja el camino, y que son indicadores de que la misión ha sido donde se ha puesto el corazón… y pienso que a veces también el cuerpo.
Es seguro que Ignacio volvería al recuerdo de sus días Jerosolimitanos, de eso no cabe duda: Los primeros compañeros junto con Ignacio tenían, de hecho, el propósito de irse a Jerusalén a predicar, lo que no sucedió. Pero ese retornar a los recuerdos, donde Dios habita, siempre es un punto de inestimable valor. Nos afecta a nosotros: Todos tenemos esos lugares donde la consolación guarda sus provisiones para retomar las fuerzas necesarias cuando sea la ocasión. Allí podemos volver, cual Jerusalén. Y el olvido es el peor de los males, porque conlleva la idolatría con la que abandonamos la conciencia de aquello que Dios hizo en nosotros, y que debe tenerse siempre ante los ojos del corazón. Sobre esto último del peligro del olvido, imagino a Ignacio recitando en su oración el Salmo 136, emblema de la Jerusalén que no se olvida. Quizá nos sirva para recordar nuestra Jerusalén, el lugar de la consolación: Para muchos puede haber sido una experiencia de Ejercicios, para otros lugares, personas, etapas vividas. Quizá en estos días en los que nos preparamos para celebrar la Solemnidad de San Ignacio, debamos pedir la gracia de la memoria lúcida de nuestra Jerusalén, donde Cristo ha marcado sus huellas. En el dinamismo saludable de la vida, contamos con la gracia de que absolutamente nada borra las pisadas del Señor.
Marcos Stach, sj