Si hay algo a lo que tememos, independiente de nuestra edad y momento vital, es a la soledad. Pero es extraño ese miedo porque acompaña, está presente de manera silenciosa y tímida, como lo es nuestra sombra. Es una eterna compañía fiel pese a todo contexto, lo queramos o no. La soledad siempre será una inseparable compañía, sin prejuicios.
A la soledad hay que aceptarla, tal cual ella nos acepta. Quizás aceptar nuestra soledad es aceptarnos nosotros mismos, con nuestras fragilidades y humanidad. Ella está junto a nosotros a pesar de nuestras limitaciones e imperfecciones, nos quiere, nos escucha, nos acepta sin condiciones ni reclamos. No le interesan nuestros éxitos o nuestros fracasos. No le interesa los estudios, el trabajo que tengamos, el apellido que tenemos, ni menos nuestro aspecto físico. La soledad es sincera e incondicional. No hay que retribuirle nada para que se quede con nosotros. Y si le tememos es porque hay algo de nosotros que no aceptamos.
La soledad es gratuita, y por ello es una puerta para ir comprendiendo que el amor de Dios con ella tienen gran parecido. En el silencio, es posible encontrar la compañía y reconocer cómo Dios nos va amando y manifestándose, sin condiciones, sin méritos y con nuestras propias limitaciones. Ya que pareciera que al final nunca estamos solos.
Espiritualidad Ignaciana