Junto a la familia y los amigos, hay otro tipo de vinculación que, desde la fe, podría (y quizá debería) convertirse también en refugio, casa y punto de encuentro. Ese es el horizonte de la comunidad y lo que la Iglesia puede llegar a ser. Es Jesús el que nos une. En el evangelio vamos intuyendo la unión que genera entre aquellos que comparten camino con él. Unión entre discípulos y amigos, entre quienes le siguen y quienes le esperan. Unión entre quienes le quieren. Jesús se convierte muchas veces en piedra de unión. Y cuando le seguimos o compartimos con él parte del camino, entonces nos descubrimos peregrinos y compañeros de otros muchos que comparten la misma fe.
Desde la fe, el espacio en el que compartimos y celebramos la presencia de Dios entre nosotros puede ser también, para cada uno, un lugar donde vivir la calidez y la acogida, la aceptación y el reposo, la alegría y el envío. Y si los es para cada uno de nosotros, debería serlo para todos en conjunto. Nos reconocemos diferentes en sensibilidades y capacidades, en historia y carismas, en formas y miradas…, pero esa es nuestra riqueza, si al tiempo estamos unidos por lo importante. ¿Y qué es lo importante? Esa presencia de Dios en nosotros, de un espíritu que nos alienta y nos sana, nos impulsa y nos llena. Esa escucha de una palabra que habla de nuestras vidas y nuestro mundo, y al tiempo nos despierta y nos serena, nos llama y nos envía, nos tranquiliza y nos urge a extender por el mundo una propuesta y un proyecto de fraternidad, lo que llamamos El Reino de Dios.
Las formas en que se concreta esa pertenencia común son muy diversas: parroquias, comunidades religiosas, movimientos, grupos, una participación más puntual o difusa… En cualquier caso, ojalá la Iglesia sepa ser nuestro mundo, espacio de encuentro, hogar donde todos tengan cabida, casa, aceptación y ayuda.
José María Rodríguez Olaizola, SJ
del libro Contemplaciones de Papel