Las obras de misericordia «corporales» están desde el principio en la experiencia de Ignacio y de los primeros jesuitas. Cuando los primeros compañeros reciben la ordenación sacerdotal, los ministerios de la palabra son vividos muy conjuntamente con las obras corporales de misericordia, de modo que en los hospitales tanto confiesan y dan la comunión como lavan y cuidan a los enfermos. Pero viven su dedicación a los ministerios espirituales de la palabra como ejercicio de una profunda misericordia, de modo que en ocasiones no podrá el jesuita dedicarse más que a obras de misericordia «espirituales» (ver Constituciones de la Compañía de Jesús, n. 650).
Los ministerios espirituales producen sus efectos. Los ministerios sacramentales suscitan gestos de misericordia; por ejemplo, la confesión que reconcilia profundamente al individuo le mueve a perdonar a los enemigos de un modo también público, a «hacer paces». Por otra parte, los fieles que se acercan a los jesuitas se sienten también movidos a poner en práctica la misericordia. De este modo Ignacio y los primeros jesuitas predican la misericordia de Dios, pero también invitan a los fieles a entregarse o a colaborar con ellos en estas obras de caridad. Pues las dimensiones vertical y horizontal de la vida cristiana forma parte de la catequesis ignaciana desde muy pronto. Ya en los tiempos de Alcalá de Henares se formula como «visitar a pobres» y «acompañar el Santísimo Sacramento» (Autobiografía, número 61).
Así pues, es claro que la misericordia es parte integrante y nuclear del carisma ignaciano. Se trata de un ideal que Ignacio y los primeros compañeros experimentaron practicaron inicialmente de un modo casi espontáneo, aunque luego de modo más explícito. Pero esa misericordia, como parte del carisma, es siempre un ideal en el horizonte vital de quienes son llamados a la vida religiosa al modo ignaciano. Ni los primeros compañeros fueron movidos siempre y solo por esa misericordia ni, menos todavía, los jesuitas que después les siguieron a lo largo de la historia la vivieron y practicaron de la misma manera. Por eso la Iglesia, que anima a todos los cristianos «a contemplar el misterio de la misericordia» (Misericordiae vultus, n. 2), nos estimula a los que queremos vivir el carisma ignaciano a redescubrir este verdadero misterio de la misericordia recibida, para que sea motor de la misericordia practicada en nuestra vida.
Luís María García Domínguez, sj