Recuerdo de niño cada Viernes Santo que se hacía en la parroquia. Al anochecer la gente se juntaba en los alrededores del templo, mientras en los jardines del frente de la iglesia se daba comienzo al vía crucis. María, los soldados, los discípulos entre otros y por supuesto Jesús estaban ya dispuestos.
Recorríamos varias cuadras a lo largo barrio acompañando al Señor que iba deteniéndose en las estaciones cuidadosamente preparadas por algunos vecinos junto a una mesita y una vela, todo esto hasta llegar a la plaza en la cual Jesús era crucificado. Esos recorridos aún hoy los recuerdo con mucha añoranza.
Sin embargo, algo extraño comenzó a suceder en la comunidad. Año tras año venía cada vez menos gente. Pienso que nadie sabía muy bien por qué, pero esto de repetir se había ido haciendo más una costumbre y una tradición, y la gente se había ido cansando.
Me preguntaba ¿Cómo puede suceder que la gente se canse de recordar lo sucedido a este ser humano, que es Hijo de Dios y vino a dar la vida por nosotros? En ese momento sentí profundamente que quizá en la pregunta estaba ya la respuesta.
Tengo la sensación que la mayoría de la comunidad habíamos caído en dos tentaciones: primero, la de ver esta película sabiendo ya el final. Dejamos de poner el corazón en los Viernes Santos, habiendo dado un salto directamente al domingo. Por lo cual, el viernes se convirtió en un espectáculo al que daba lo mismo ir o no ir.
Creo que la segunda tentación en la que caímos y por la cual nos alejamos fue porque si bien muchos de nosotros creíamos que Jesucristo era Hijo de Dios, pocos sentíamos que Jesús fuera verdaderamente uno de nosotros, como vos o como yo.
Por lo tanto, si esto estaba de fondo era lógico que aquella costumbre del vía crucis haya dejado de llamarnos la atención. Sencillamente porque a ese que crucifican en cada Viernes Santo tiene poco que ver conmigo. Lo siento lejano, tanto así, que por momentos pienso que eso que le sucedió a Él no le dice nada a mi vida. Yo soy humano, Jesús fue solo Hijo de Dios.
Si hoy podes reconocer en tu vida que te estás salteando el Viernes Santo o bien lo estás mirando desde el domingo que aún no llega, sabe que te estás perdiendo de la audacia divina que se abre a la experiencia de lo que vos mismo experimentas en los momentos de dolor y soledad.
Si en cambio hoy se manifiesta con más fuerza en vos el dudar que el mismo Jesucristo haya sido uno de los nuestros, sabe que Jesús se abajó como lo hizo, para expresarte que Él puede entenderte en todos tus sufrimientos y angustias.
El sí de Dios al hombre alcanza en la soledad de la cruz su punto más alto. Ella nos dice cómo es Dios y hasta qué punto nos ama. La cruz nos anuncia el abismo infinito del amor divino.
En el vía crucis del Viernes Santo Jesús eligió ir a fondo y hacer suya la experiencia de abandono y soledad más grande que pueda vivir un ser humano, el miedo a la soledad de todo hombre y mujer que por su ser está llamado a vivir con otros.
El “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” de Cristo en Cruz, expresa esa soledad que muchas veces sentimos nosotros mismos. La soledad de sentirnos solos, soledad de la propia existencia. Soledad, que según J. Ratzinger los teólogos llaman infierno.
Considerar que Jesús pudo sufrir la soledad que nosotros mismos padecemos como seres humanos, será aceptar lo insondable del riesgo de un Dios dispuesto a tomar nuestro lugar frente a ese infierno solitario, y transformarlo en un lugar de encuentro entre lo humano y lo divino.
Aceptar lo sucedido el Viernes antes de la llegada del Domingo, no busca hundirnos en el dolor de la soledad, sino que reconociéndola como lugar de vacío y desconcierto podamos sentir, que ya se ha desplegado el movimiento del Dios de Jesús que viene en mi búsqueda y rescate.
Solo permitiéndonos vivir la soledad de la forma que se presente en cada una de nuestras vidas, nos estaremos dando la oportunidad de experimentarnos en un abismo al que Jesús en cada Viernes Santo nos da alcance.
Franco Raspa, sj