El evangelio de Lázaro y el rico (Lc. 16, 19-31) es muy rico en toda su significación. Pero una de las cosas que más me cuestiona y me hace pensar y rezar hoy es ésta: el pobre Lázaro yacía a la entrada de la casa del rico.
Me cuestiona la palabra: “yacía”. Uno se puede preguntar claro está, cuánto tiempo habrá pasado el pobre Lázaro yaciendo en la entrada de la casa del rico. Lázaro, el pobre, lo único que ansiaba eran las migajas que caían de la mesa del rico. No quería otra cosa. Se conformaba sólo con eso.
Y me parece que es fácil de primera condenar la actitud del rico: “No fue capaz de darle ni una migaja. No fue capaz de darle de comer”
Yo creo que ese ni es el pecado ni el problema del rico. Hay antes un pecado y un problema mayor a darle de comer, a ayudarlo en sus necesidades. El problema y el pecado en definitiva del rico radican en que nunca vio a Lázaro. Se pasó la vida sin mirar a quien yacía en su puerta. No pudo nunca bajar la mirada para ver a Lázaro. Y ese es sí el pecado. Lo otro, que también es pecado, vendrá después. Pero lo primero es no ver. Era tal el egoísmo de una vida centrada sobre sí, que el pobre hombre rico no es capaz de ver lo que sucede alrededor, ni siquiera en la puerta de su casa. Y tampoco lo veían los amigotes que se juntaban con él a darse las grandes comilonas. Alguno se lo hubiese hecho notar. No. Ninguno. Nadie. Todos pasan de largo.
Es uno de los grandes problemas de nuestra época: la indiferencia. Pasamos de largo. Nos amparamos a veces en los millones de prejuicios que tenemos o que la sociedad de consumo nos inventa para tener y adoptar. Pasamos de largo. Lo pienso desde el que se hace el dormido en el colectivo para no darle el asiento a quien por derecho tiene que usarlo hasta convertir a nuestros hermanos, los pobres y marginados, en parte del paisaje urbano de nuestros pueblos y ciudades. Nos acostumbramos. Lo tenemos por común. Y ese creo que puede llegar a ser el pecado: pasar de largo por haberlos hecho parte del paisaje. Cosa común y normal y frente a quien nace la excusa: “yo no puedo hacer nada”.
La indiferencia es terrible. Porque nos endurece el corazón y nos achica la mirada. Hace que el prejuicio venza a la realidad y me encierre cada vez más en mí mismo. Que ponga rejas en el alma. De a poco el corazón enceguecido, duro, indiferente pone rejas, se enquista, se encierra. Nos gana el prejuicio y lo que esto acarrea. Nos hacemos insensibles al dolor, al sufrimiento, a la necesidad ajena. “Pasamos de largo” por la vida de los otros y a nosotros se nos “pasa la vida” con millones de excusas, en definitiva, para no amar.
Es verdad. El hambre es un problema mundial. Pero va a ser muy difícil de resolver mientras sigamos pasando de largo frente a aquellos hermanos y hermanas que tengan hambre.
Jesús no pasó de largo. Jesús bajó la mirada. Jesús se abajó todo él. Entonces a nosotros nos queda hacer lo mismo; vencer la “tortícolis espiritual” de no poder bajar la mirada y abajarnos. Mirar a los pobres. Hablar con ellos. Tocarlos. Abrazarlos. Y después sí. Darles de comer. No las sobras. Sino de lo que tenemos.
P. Sebastián García, scj