A veces pienso que cada persona tiene una música. Solo que nos hemos vuelto sordos. Pero está ahí y, si llegamos a escucharla, podemos compartir, juntos, momentos de reconocimiento y encuentro. Y esto no sólo con las personas mas allegadas, también ocurre con gente que normalmente permanece más a distancia.
A veces nos pasa demasiado desapercibida la cantidad de grupos de los que formamos parte, de vínculos que vamos forjando con otros, y las enormes posibilidades que eso tiene para el encuentro. Repito que no se trata de encuentros idílicos, forjados, sobre afinidades imposibles. Son, más bien, encuentros cotidianos, sencillos, quizás hasta efímeros, que se pueden convertir en conversación risa o baile.
A veces la soledad, la falta de encuentros, nace de no vernos bien. De no reconocernos, de levantar muros para estar en guardia. Frente a eso, un instante de bajar las barreras es como abrirle la puerta a la posibilidad del encuentro. En ese instante podemos vislumbrar que el otro también sufre, llora, ama. Que también le inquietan tonterías. Que también tiene deseos que no se atreve a expresar en voz alta. Que en ocasiones pierde la paciencia. Que habla con más seguridad de la que en realidad tiene…El encuentro empieza dedicando un tiempo a conocer al otro.
A veces, nos pesan tanto las diferencias que no reconocemos lo mucho que nos une. Entonces, esa realidad que vivimos nos va llevando a marcar, cada vez, con más nitidez, las fronteras entre – nosotros – y – ellos -…
Pero, ¿Y si por un instante bajáramos la guardia?. ¿Y si por un momento le damos espacio a lo mucho que nos une? ¿Y si nos reconocieramos unidos por una fe, una búsqueda, una manera de celebrar (con todos los matices que se quieran) la palabra que a todos nos habla? ¿Y si nos diéramos permiso para aceptar que el otro tiene sus razones, que quizás puedan ser también una ocasión para cuestionar mis seguridades? ¡Qué momento de descanso y comunión!
Y así, podríamos ir entresacando afinidades y pertenencias de las que a veces no somos conscientes.
Me gusta la imágen del clan, el grupo o la tribu. Grupos grandes, a veces enormes, complejos, plurales. En los que nos unen semejanzas que asoman más allá de las diferencias. En los que compartimos aprendizajes y rasgos de los que quizá ni siquiera somos conscientes. Nos vamos encontrando en muchos círculos, algunos muy amplios, en nuestro deambular por la vida. Lo triste es no darnos cuenta de que esas afinidades están ahí, no valorarlas, no apreciar lo mucho que nos aportan.
Hay que tener cuidado, porque siempre corremos el peligro de convertir la tribu en secta. Algo que ocurre si entramos en la dinámica, más perniciosa, de encerrarnos en círculos exclusivos y excluyentes, si sólo construimos nuestra identidad por rechazo al diferente, o si los prejuicios pesan más que la disposición al encuentro. Cuando esto último ocurre, terminamos encerrados en prisiones compartidas.
Pero, cuando consigues sortear estos peligros y la familiaridad te protege sin aislarte, te identifica sin cerrarte al otro y te define sin agotarte, entonces, las pertenencias (normalmente muchas y variadas) se convierten en apoyos para un camino en el que bailamos con otros.
Creo, además, que todos necesitamos, alguna vez, que alguien toque, con ternura, nuestras cicatrices. Esto no se fuerza y no se exige, pero tampoco hay que darlo por sentado. Se va ganando en la relación y en el tiempo. Se va ganando en la amistad, en el amor, en la capacidad que tenemos para abrir nuestra tierra, para que la puedan alcanzar aquellos que nos buscan y a quienes buscamos. Quizás en nuestra mano está cultivar la ternura, la delicadeza y el cuidado para que, cuando alguien se pueda sentir más herido, sienta que con nosotros está en casa. También nosotros necesitaremos en la vida, o en algunos momentos más especiales, confiar y dejar que alguien acaricie o bese, con muda declaración de alianza, nuestras heridas.
José M. Olaizola SJ