Quiero compartirles un fragmento de un artículo que leí desde el portal Redacción Rosario. Si les interesa leer más, en el link encuentran el texto completo
Cuando Laura era una nena tenía dos juegos preferidos: el fútbol y a la maestra. A los 24 ya estaba dando clases de música en la Escuela Nuestra Señora de Itatí, en el corazón del barrio Las Flores sur. Se enamoró de su oficio, en ese territorio carente de todo. Cada año eligió enseñar ahí, nunca irse del barrio. De los casi 30 que lleva en la docencia, 22 trabajó doble turno. Hasta que un día su cuerpo, mejor dicho su voz, dijo basta. Y a las “tareas diferentes” que le asignaron las convirtió en una biblioteca escolar que bautizó “Santiago Mac Guire”, en homenaje al ex sacerdote fundador de la Itatí. Laura Daoulatli se nombra “maestra villera”, como una señal de resistencia, por la historia y función social de la escuela que eligió para su vida.
Laura hizo el secundario en el Superior, estudió tres años de abogacía, otros tres de violín, siempre en la Universidad Nacional de Rosario. Pasó por la Escuela de Música que fundó Jorge Fandermole y más tarde cursó el profesorado en la especialidad.
Ya desde su trayectoria como estudiante, Laura puso sus energías en hacer el derecho a la educación una realidad. Con un grupo de estudiantes que conoció en la universidad, a principios de la vuelta a la democracia, los sábados por la mañana se juntaban y dedicaban sus mañanas a alfabetizar adultos.
Apenas terminó el secundario comenzó a trabajar en un estudio contable. Mientras liquidaba sueldos y resolvía cuentas, estudiaba violín. Hasta que llega la propuesta de enseñar música en la Itatí: “Faltaban, siempre faltaron, docentes capacitadas para dar clases en esta especialidad. Ingresé con 24 años, el 9 de octubre de 1989. Al poco tiempo me ofrecieron otro cargo, dejé mi trabajo en el estudio contable y arranqué con el doble turno”.
Los que siguieron fueron años de alegrías y de dolor: con dos hijos pequeños se las ingeniaba para atender el doble turno, estudiar de noche el profesorado, asumir el divorcio, más tarde la muerte de quien fuera su esposo, de su hermana y cuidar de sus padres enfermos. “Una compañera siempre me dice que soy las tres M: Mujer, Madre y Maestra. En ese orden”, larga con una sonrisa.
La escuela de Las Flores, en donde Laura enseña, está pegada a la parroquia Nuestra Señora de Itatí. En el predio también hay un comedor, más un servicio de orientación para la niñez y la juventud. “Acá no hay una escuela pública y una privada, acá hay escuela inclusiva o expulsiva. Y esta es una escuela inclusiva porque serlo no es incorporar chicos en forma numérica, sino darles herramientas para que pueden tener un futuro mejor, igualar en derechos, porque además se lo merecen”, fija posición ante las diferencias que en ese territorio ganado por los olvidos se vuelven absurdas.
“Elegí siempre quedarme en esta escuela porque me enamoré, porque pasé más tiempo de mi vida acá que en mi casa. Porque creé lazos de amistad con un montón de mujeres, de mamás”
Laura habla sin pausa, de un tema pasa a otro con esa capacidad única que tienen las docentes de mantener en un mismo nivel de interés todo lo que acontece en una escuela. Quizás porque así se vive ese oficio: enseñar, cuidar recreos, atender a las familias vulneradas, compartir alegrías, reunir útiles, planificar paseos que igualen en oportunidades, como ir un día a desayunar al bar El Cairo (una actividad que surgió en el tercer grado tras leer un cuento sobre la ciudad) o llevar a los de séptimo a conocer el mar (“Eso fue hasta 2015. El nuevo gobierno terminó con el turismo social”); capacitarse y de paso marchar para alertar contra la violencia y también para mantener las condiciones dignas de trabajo.
Dice que muchas veces, cuando se habla de “maestra barrial o maestra villera” aparecen el miedo a la palabra villa y el trato como si ellas fueran Quijotes. “Y no es así. Hablamos de maestra villera porque trabajamos en un barrio con miles de necesidades y estamos abandonados tanto por el Estado como de quien se tiene que hacer cargo, al menos de la manera que se espera. No queremos ser más el contenedor de otras instituciones, que nos donen lo que sobra. Porque cuando das, es desde un lugar solidario. No se trata de dar lo que no te sirve sino compartir lo que tenés”, reflexiona Laura.
En la entrevista, Laura pone de manifiesto su fe, una fe anclada en el mundo y en los hombres, en la realidad que vive cada ser humano: “Yo estoy bautizada, aunque no tuve formación católica, pero cuando entré acá –valora Laura– tomé el ejemplo de los sacerdotes que tuvieron tanta labor social, de entrega, como el padre Claudio y como Santiago. Creo desde entonces que el cielo es de los pobres. Cómo no creer”.
Fuente: Redacción Rosario.
Leé el artículo completo: «Maestra villera»
Mili Raffa