«Todos perseveraban unánimes en la oración con María, la Madre de Jesús» (Hch 1, 14).
A partir de muchos pasajes, descubrimos a nuestra Madre orante: recibiendo la Palabra en la Anunciación, alabando al Dios con el «Magnificat», meditando en su corazón lo que no comprendía, desde las palabras de su Hijo cuando se perdió en el Templo hasta estando al pie de la cruz. Y orar es amar. Debemos aprender a hacerlo como ella, en todas las situaciones de nuestra vida. Porque orar en María es aprender a hacerlo con su mismo corazón, con sus mismas palabras, sentimientos y actitudes.
Con la venida del Espíritu, descubrimos a María orando con la comunidad de los primeros seguidores de nuestro Señor, resucitado. Ella ocupaba un lugar destacado, compartía las vivencias de la comunidad tras la Ascensión de Jesús y en la espera del Espíritu. Aun así, cuando podría sentirse superior por ser la Madre de Dios, se mantuvo en actitud de escucha, en su sitio, sin ninguna pretensión.
En el corazón pequeño de María aprendemos a rezar como ella. Sabernos pequeños, como la Virgen, no nos puede llevar a la desesperanza sino que al contemplarla a ella sabemos, por su vida, que es el camino más hermoso del encuentro con el Señor.
En su presencia, debemos reflejarnos para recibir la misión de confiar y no tener miedo, a pesar de las dificultades, no perder la esperanza ante las situaciones, anunciar esa Paz y felicidad a la que estamos llamados.
Debemos amar la oración. La oración dilata el corazón hasta el punto de hacerlo capaz de contener el don que Dios nos hace de Sí mismo. Santa Madre Teresa de Calculta
Te pido Señor, que con María y unidos a los discípulos, también llegue el Espíritu Santo a nuestras vidas, a nuestras familias y comunidades.
Carolina Fleurquin