Algunos misioneros creen que su tarea es salir a derrotar herejes… buscar adeptos… llevar la fórmula de la salvación a domicilio… vender un producto bien empaquetado… librar un combate por la fuerza… atraer a la gente haciéndola sentir presa de sus culpas… lucirse en todas partes con el «carnet» de elegido… y, luego, irse a dormir satisfechos y convencidos de haber cumplido su misión…
Tratemos de no confundirnos, reflexionemos…
Un misionero es alguien que ha experimentado la presencia salvífica de Dios. Lo ha escuchado y comprendió que Él lo está llamando a servir. Experimentó su pequeñez y se sabe humilde instrumento. Un misionero es fiel a ese encuentro de Amor con el Señor… y siempre va anunciándolo con su propia vida. Por eso su testimonio no descuida detalles (gestos, palabras, acciones). Encuentra su fortaleza en la oración, personal y comunitaria, su sustento en la Palabra de Dios: la Biblia, su fuente de gracia en los Sacramentos.
Un misionero crece, madura y se transforma junto a los hermanos, y en unidad fraterna comparte su camino de conversión con ellos. Tiene el corazón abierto al diálogo, a la escucha y a la solidaridad. Un corazón que lo hace vibrar frente a la necesidad del otro, que le permite comprenderlo, y comprometerse en una alianza de amor.
Alberto Devoto