Evangelio según San Marcos 5, 21-24 35b-43
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se sane y viva”. Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. Llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?”. Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que creas”. Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: “¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme”. Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: “Talitá kum”, que significa: “¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!”. En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.
Podemos imaginar el Evangelio de hoy como si fuera una escena en tres actos. Primero, Jesús es solicitado por un hombre, Jairo, porque su hija se está muriendo. Segundo, en el camino, se produce la curación de la hemorroísa. Tercero, la resurrección de la niña. No parece haber un plan preconcebido, Jesús se da tiempo para escuchar lo que le piden y da su tiempo para responder, para mostrar con sus obras que el amor de Dios no son solo palabras. Ahora bien, ¿qué nos pueden decir estos milagros hoy a nosotros que podemos de pronto sentirnos ajenos a esa mentalidad? Si nuestros dramas se solucionaran solo con una intervención milagrosa de Dios seguro que todo sería más fácil. Sin embargo, el Evangelio lo que nos regala es la oportunidad de encontrarnos con una persona, Jesucristo, que cambia nuestra vida, nuestro modo de pensar, de ver la realidad y de actuar. Hay que dar tiempo para que se de ese encuentro. Esta escena, precisamente, nos pone frente a distintas personas que en sus diversas realidades se tomaron tiempo para encontrarse a su manera con el Señor.
Por un lado, está Jairo, el padre de la niña. Hay un detalle importante: es el jefe de la sinagoga. Sería, entonces, en su pueblo, un hombre al menos de mediana importancia. Seguramente, podría haber mandado a un servidor para que buscara a Jesús. Pero elige ir él. “Mi hijita se está muriendo, ven”. Este hombre no se presenta con sus títulos ni con sus méritos frente a Jesús: se presenta desde su dolor y angustia, y en su necesidad se suelta en las manos del Señor, confía en Él. Jairo no vuelve a hablar en el Evangelio, acompaña en silencio, caminando al ritmo de Jesús, esperando.
La hemorroísa está en una posición muy distinta a la de Jairo. Solo sabemos de su historia que hace doce años que sufría de hemorragias y que había perdido todo lo que tenía en los médicos que no pudieron curarla. Excluida por los suyos, estaba condenada a vivir de las limosnas que le dejaran. Cuántas miradas a lo largo de su vida la habrían ido encerrando en un mundo sin salida. En medio de tantas voces negativas, supo reconocer algo distinto en aquello que oía que se hablaba acerca de Jesús. Supo escuchar y supo confiar en esa palabra. Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha salvado”. Antes de ser curada, su fe ya la había salvado: la fe que le permitió romper sus cadenas y la impulsó a ir en búsqueda de Aquél que no iba a juzgarla sino a mirarla con misericordia.
En oposición a estos dos personajes, está el grupo de hombres y mujeres que reciben a Jesús en casa de Jairo. Se burlan de él. Hay que admitir que son sensatos, la evidencia de que la niña no vive es muy clara. Y esa sensatez es muy nuestra ¿quién con sentido común habría arriesgado, como Jairo, los privilegios de su posición social y su buen nombre poniendo su confianza en una persona común y corriente? ¿tiene sentido creer que una vida tan desgastada como la de la hemorroísa todavía tiene esperanza? Para este último grupo, Jesús también tiene tiempo. “¿Por qué se alborotan y lloran?”. No les echa en cara la cerrazón de su corazón, sino que, levantando a la hija de Jairo con sus palabras, les muestra que hay encuentros y gestos que cambian la historia, nuestra historia. A veces tanto ruido en el día a día nos impide prestarle atención a esos encuentros que se gestan en lo cotidiano y que sin mucho estruendo son los verdaderos sostenes de nuestra vida, esos encuentros que sencillamente nos alegran la vida.
Hay una actitud de Jesús que es transversal a todo el Evangelio: él tiene tiempo para cada uno de las distintas personas que se le presentan. A cada uno, el tiempo que le dedica es distinto. Jesús sabe sintonizar con el tiempo de cada uno y nos invita a saber sintonizar con su tiempo. El encuentro con Dios implica un entrar en su tiempo. Quizá, como Jairo entrar en el tiempo de Dios implique un confiar en silencio, saber esperar. Como la hemorroísa, puede ser un dar tiempo para escuchar, sentir y arriesgarse. Tiempo de espera, tiempo de escucha, tiempo de alegría, tiempo de encuentro, tiempo de riesgos, tiempo de crecer, tiempo de callar, tiempo de agradecer, tiempo de cambiar, tiempo de entrega, tiempo de búsqueda. Darle tiempo al tiempo de Dios, preguntarme cuál es el tiempo de Dios para mí hoy. En una vida tan apurada como la de hoy en día, llena de exigencias y ansiedad, el Evangelio nos invita a entrar en ese otro tiempo. Quedarnos allí. Darle tiempo al encuentro. Confiar en los frutos que veremos a su tiempo. Quizá, ese encuentro nos lleve también a nosotros a gestar una historia distinta.
Francisco Bettinelli, sj
Estudiante Teología