Evangelio según San Marcos 10, 2-16
Se acercaron a Jesús algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?”. Él les respondió: “¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?”. Ellos dijeron: “Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella”. Entonces Jesús les respondió: “Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, ‘Dios los hizo varón y mujer’. ‘Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne’. De manera que ya no son dos, ‘sino una sola carne’. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio”. Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: «Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él». Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.
El Evangelio de Marcos se puede dividir en dos grandes secciones. La primera parte muestra el “éxito” de la misión de Jesús: las multitudes lo siguen, hace numerosas curaciones, la gente lo escucha y aprende de Él. En cambio, la segunda parte es el Evangelio del conflicto: los oponentes de Jesús se endurecen y lo atacan; los discípulos muestran su incomprensión del Evangelio, los grupos que lo siguen no son tan numerosos, empieza a dirigirse cada vez más en soledad hacia la Cruz. En ese contexto es que se ubica este relato de hoy. A Jesús, los fariseos lo cuestionan no porque quieran buscar la verdad, sino porque quieren tener algo de lo que acusarlo. Quieren ponerlo a prueba. Los fariseos no escuchan, sino que indagan, provocan, cuestionan. Le hacen a Jesús una pregunta sobre el matrimonio y el divorcio que, en efecto, no es fácil de responder. Lo ponen frente a la espada y la pared: Jesús debe responder sí o no.
Ahora bien, Jesús no entra en la trampa legalista que le tienden sus adversarios. Habla de la dureza de corazón que no es otra que la cerrazón de los fariseos que preguntan sin escuchar, que no se dejan interpelar realmente por lo que ven. La dureza de corazón del que ya sabe todo y no necesita de nadie más. La respuesta de Jesús, antes que definir lo que está bien o está mal, trata principalmente de señalar un camino, estableciendo una propuesta de plenitud. Habla de una sola carne, y es que en el proyecto de Dios no se entra en cuotas, sino que implica todo lo que somos. El proyecto de Dios para cada uno, sea cual sea, implica nuestra vida, nuestra historia, nuestra afectividad, nuestros sueños, incluso nuestra fragilidad. Es en esa realidad vulnerable que somos donde se muestra la posibilidad real de amar y ser amados.
Precisamente, el Evangelio termina con una imagen muy peculiar que se opone a la de los fariseos. Frente a la cerrazón, la dureza, el prejuicio y el legalismo, Jesús afirma que el Reino de Dios es para los que son como niños. Imagen de vulnerabilidad, pero también de apertura, de aceptación, de confianza. Cuando el niño pregunta, pregunta de verdad, porque quiere saber, quiere aprender, conocer. Jesús nos recuerda que para entrar en el Reino de los Cielos debemos renovar la capacidad de hacer preguntas. El fariseo se muestra como el adulto: ya no tiene preguntas de verdad, ya tiene todo sabido y seguro. No necesita de nadie más, es autosuficiente, esconde su fragilidad.
Pero el Reino de Dios es siempre novedad. Solamente haciéndonos como niños, recuperando nuestra capacidad de asombro, podemos realmente abrirnos a esa plenitud que Jesús nos promete y quiere regalar. Solamente asumiendo nuestra fragilidad y vulnerabilidad es que podemos reconocer que necesitamos de alguien más que nuestras seguridades, y así abrirle un espacio al Señor que quiere venir a nuestro encuentro. En definitiva, este Evangelio nos interpela para poner en cuestión los aires propios de autosuficiencia y darle una oportunidad al Señor que desde la realidad nos grita para que escuchemos su Palabra, quizá, en quienes menos pensamos que puedan tenerla.
Francisco Bettinelli, sj
Estudiante Teología