Evangelio según San Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estan oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy a su lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien les enseñe todo y les vaya recordando todo lo que yo les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy; no les doy yo como la da el mundo. Que no tiemble su corazón ni se acobarde. Me han oído decir: «Me voy y vuelvo a su lado.» Si me aman, se alegrarían de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se los he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigan creyendo.»
¿Cuánto amamos? ¿Sabemos amar? ¿A quién amamos? ¿Creemos que el amor es la respuesta para nuestras vidas?
Saltan estas preguntas cuando leo la primera frase el Evangelio de este domingo. Si el amor es la condición que Jesús pone para que pueda hacer comunión con Él, con el Padre y el mundo en general, quizá debamos examinar cómo vivimos nuestras relaciones con los demás. Y quizá sea el mismo texto –y su contexto- el que nos ayude a realizar este examen.
¿Cuánto amamos?
Pienso en este hombre, Jesús de Nazareth, consciente que va a morir. Pienso en su corazón angustiado por el miedo al sufrimiento físico y espiritual. Pienso en su tristeza al despedirse de su madre, de sus compañeros, de sus amigos. Pienso en la soledad que debe sentir al ver que todavía nadie comprende, ni siquiera los más cercanos.
Y en medio de esta profunda angustia, le veo quitarse el manto. Se arrodilla. Y, finalmente, se inclina a lavar los pies de sus amigos. Los cuida, les da consuelo. Lo veo venciendo su angustia para darse a otros. Ama todo. Lo da todo.
En mis relaciones, ¿Cuánto busco ser servido, admirado, amado, más que servir, contemplar y amar a los demás?
¿Sabemos amar?
En la pobreza de esa noche donde no hay grandes banquetes ni lujos, encerrados en una habitación, los discípulos no entienden lo que sucede en ese momento. Tampoco pueden imaginar lo que sucederá después: el traicionar y abandonar a su amigo y líder; las persecusiones; las incomprensiones; el peligro al que se verán expuestos.
Puedo ver también el rostro de Jesús que sí puede intuir todo aquello. Y en ese momento, toma lo que queda: un poco de pan y de vino. En ese gesto dice a sus amigos que los habrá de acompañar en las experiencias de vida que tengan: sean fieles o no, sean capaces de acompañarlo en su angustia o no, Él permanecerá con ellos. Hará morada en ellos.
Jesús da lo que tiene, lo que posee, lo que es. No promete cosas que no podrá dar y que quizá los otros esperan de Él. No disimula sus límites. No negocia ser el Dios que los hombres pretenden para ganar adeptos. Él es quien es y sólo así puede amar.
¿Puedo darme en la simpleza y profundidad de mi ser, ofreciéndome para ser alimento para otros?
¿A quiénes ama Jesús?
Ama a los cercanos, a los que ha conocido por haber compartido su camino. Pero, ¿no ama también a los lejanos? ¿No ama también a aquél que lo ha traicionado y comparte con Él su mesa? ¿No le regala también a Él su paz en esa noche? Lo confrontará. Le hará saber que conoce lo sucedido: por unas monedas, ha sido entregado. Pero en esta confrontación también está expresando su amor. Porque amar no es sólo tener gestos y palabras que adulan al otro. Amar también es cuidar, ayudar a crecer, denunciar lo que nos aparta de nuestro ser más profundo.
Y, por último, ¿no ama también a aquéllos que lo miran crucificado y por quienes pide el perdón del Padre porque “no saben lo que hacen”?
¿Puedo vivir relaciones en las que no condicione el afecto que pueda dar a las retribuciones que reciba a cambio?
¿Creemos que el amor es la respuesta para nuestras vidas?
El juego al que Jesús nos invita es arriesgado: convertir el amor en el fundamento y sentido de nuestras vidas.
Si decidimos jugar este juego, tendremos que dar un salto al vacío y se han de desacomodar nuestras seguridades más íntimas. Tendremos que dejar de lado relaciones frías y distantes, mediadas por intereses. Seguramente sufriremos decepciones y dolores, del mismo modo que sufrieron los discípulos y el mismo Jesús.
La recompensa que ofrece también desconcierta nuestros sentidos rompiendo toda lógica: Dios habitará en nosotros. Nuestros ojos no podrán verificarlo. No seremos reconocidos en el mundo por ello. Y, sin embargo, ese es el modo en que Jesús y el mismo Padre han amado a lo largo de la historia. Invitándome a amar de este modo, se expresa el deseo más profundo de Dios: que seamos compañeros en su camino, actuando del modo como Él actúa con la humanidad.
¿Deseo vivir esta radicalidad?
Maximiliano Koch, sj
Estudiante Teología