Evangelio según San Juan 3, 16-18
Dijo Jesús: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”.
En este domingo, la Iglesia nos invita a celebrar a la Trinidad, misterio por el cual proclamamos que las tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son un solo Dios. Poco podemos decir acerca de este Misterio. Ya decía San Agustín que intentar comprender racionalmente a la Trinidad resulta más difícil que cavar un pozo en la arena e intentar meter todo el agua del océano en él. Sin embargo, podemos sumergirnos en su misterio dejando que cuestione nuestro modo de comportarnos con nuestro prójimo en nuestra Iglesia. Ofreceremos tres pistas que pueden iluminarnos en este sentido.
En primer lugar, debemos destacar que la Trinidad es un único Dios, pero no por ello las Personas pierden su identidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo son distintos, actúan de manera distinta y tienen distintas responsabilidades en el proyecto salvífico. La unidad no elimina la diferencia, sino que la sostiene, la supone y la afirma. Sin embargo, a menudo confundimos el anhelo de unidad con eliminación de las diferencias. En efecto, queremos una Iglesia donde todos seamos iguales y pensemos, celebremos y nos comportemos de un único modo. Confundimos unidad con uniformidad, contrastando el ejemplo que la Trinidad nos dá. Por ello, ante la evidencia de que la diversidad existe, actuamos intentando eliminarla suprimiendo al otro, quien parece ser un rival y no un compañero de camino.
Un segundo aspecto es que la unidad de la Trinidad se produce por el vínculo de amor que mantienen las Personas. No es el uso de la fuerza, no es el poder, no es la jerarquía lo que sostiene el vínculo, sino el amor lo que lo torna indisoluble. Por ello, Jesucristo puede mostrarse plenamente confiado en que el Padre habrá de concederle lo que necesita para cumplir su misión y andar despreocupado por los caminos de Galilea (Lc. 12,22-32). Podríamos preguntarnos qué sostiene nuestra pertenencia a la Iglesia, si es verdaderamente el amor o hay otros motivos como la tradición, la jerarquía, la costumbre, el miedo. Y si nos animamos a decir que es el amor, deberíamos preguntarnos cómo se vive en nuestras comunidades: resulta fácil y triste constatar que poco conocemos del otro, de sus preocupaciones, de sus deseos, de sus miedos, de sus anhelos. Actuando de este modo, ¿pueden otros hombres confiar sus vidas, sus proyectos en nosotros, del mismo modo en que Jesús confió en el Padre?
Un tercer aspecto es que el amor trinitario no se encierra en sí mismo, sino que sale en búsqueda de los hombres, quienes necesitamos contagiarnos de esa manera de amar. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna”, dice el Evangelio de este domingo. Y aclara, rotundamente, que no viene a juzgar al hombre, sino a invitarle a participar de la dinámica amorosa. Pero nosotros encontramos serios límites para entrar en esta lógica. Nos cuesta creer que el amor es la única respuesta que se nos pide. Y mucho más nos cuesta amar a quien no forma parte de nuestro grupo, de nuestra Iglesia y piensan de manera distinta, creen en algo distinto, sostienen distintos credos y no comparten nuestro modo.
A diferencia de Dios que no dejó de amar al hombre a pesar de estar colgado en una cruz, nosotros anteponemos nuestro juicio olvidando los consejos que nos dejó Jesús en el Sermón del Monte: “Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra.” (Mt 5,38-39); “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores” (Mt 5,43); o “No juzguen para no ser juzgados” (Mt 7,1). Sabemos que amar supone el riesgo del sufrimiento y el dolor. Nuestra historia está marcada por las heridas que pueden producirnos quienes se aprovechan de nuestras buenas intenciones. Y, sin embargo, esto es lo que debería caracterizar un cristiano. Actuar de esta manera es, según el mismo Sermón del Monte, construir nuestra casa sobre roca y no sobre arena.
Sumergirnos en la dinámica de la Trinidad es comulgar con un proyecto de amor, de encuentro, de misericordia. Un proyecto que invite a otros, que espere a otros, que transforme nuestra realidad. Un proyecto que no puede implantarse por decreto ni aparece en un instante, de forma inmediata: debe ir germinando y creciendo en nuestras vidas, familias, sociedad del mismo modo que lo hace el grano de mostaza o la levadura en la masa (Mt. 13,31-33).
Maximiliano Koch, sj
Estudiante Teología