Evangelio según San Marcos 9, 30-37
Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a Aquel que me ha enviado”.
El evangelio de hoy nos propone varias cosas.
Vamos a hacer foco en una:
Me llama la atención la escuela de Jesús. Él los lleva a la montaña les dice algo y nadie parece haber percibido de qué está hablando Jesús. Esto último por el hecho de su conversación posterior “ser el más importante”.
Recién cuando llegan a casa Jesús los re-cuestiona para ilustrar lo que es verdadero y relevante.
Este evangelio me recuerda una historia:
Era el año 2006 y con dos amigos queríamos subir por primer vez un cerro de 5000 metros: El Cocodrilo, que queda enfrente del cerro más famoso en Mendoza, Aconcagua.
La empresa era ardua. Nos “creíamos entrenados” por otros senderos, habíamos estudiado las posibles dificultades y nos encaminamos para “nuestro” objetivo.
Resulta que, ya aclimatados, comenzamos a subir el famoso cerro, mas el camino comenzó a complicarse a medida que avanzábamos. Perdimos el sendero, pero ilusionados con “ser los primeros”, sin escuchar lo que la realidad nos iba diciendo, seguimos adelante pensando que podíamos conquistar la cumbre.
La cuestión, es que, cuando pensamos que “ya era nuestro” empezamos a escalar una “ultima” pared y se nos presentó, finalmente, un vertiginoso precipicio.
Uno de nosotros comenzó a hiperventilar, y quedó como paralizado por la situación. Se nos había complicado el objetivo: el amigo sólo repetía “ayudame Tatita Dios”.
Con mi otro compañero de ruta fuimos intentando ayudar a nuestro amigo, uno le colocaba las manos en las “regletas” de la roca y otro le iba colocando los pies en los lugares correspondientes de la pared para poder descenderlo y también nosotros.
Ese día no entendimos nada.
Pero “una vez en casa” pudimos volver a la experiencia y sacar una conclusión.
¿Que tiene esto que ver con este evangelio?
Ese día creo que los tres entendimos que significa esa palabra tan usada pero tan poco practicada: humildad.
En esa falsa cumbre caímos en la cuenta de que pasaron tres cosas:
- Uno de nosotros encontró un límite.
- Pidió ayuda.
- Y se dejó llevar.
Creo que la humildad tiene que ver con esto: Reconocer el límite, pedir ayuda y dejarse llevar. Como nos pasó en ese cerro y que entendimos tiempo después.
Cuando andamos por la vida creyendo que todo lo podemos, detrás de un exitismo vacuo y mundano (ser los primeros, los mejores, los más importantes y voces similares), nos encerramos en nosotros mismos. Terminamos curvados mirándonos el ombligo.
La humildad (el que quiera ser el primera que se haga el último…) nos abre a la posibilidad de la fraternidad. Reconozco el limite (el pan que no tengo) pido ayuda (a aquel que tiene ese don) y me dejo ayudar por otro (y de paso dejo al otro abrirse al misterio de compartir lo que tiene y puede). En ese compartir lo que tengo y puedo, producto de la diferencia entre nosotros, vamos construyendo un mundo mas humano, mas alegre, mas pleno. Un mundo servicial.
Vamos construyendo el Reino, nos hacemos pequeños, nos abrimos al acoger.
Vamos hoy a pedir a Dios poder ser cada día mas humildes, sin perder el tiempo en aquello que no importa ni es verdadero, para abrirnos a la posibilidad de la fraternidad.
Que ojalá lo podamos hacer con los “más pequeños”, los “descartados” de la sociedad. Esta actitud, como dice San Ignacio, nos hace amigos del Rey Eternal, pues lo descubrimos en esa realidad (El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado).
Fabio Solti, sj
Estudiante Teología