Evangelio según San Mateo 10, 26-33
Jesús dijo a sus apóstoles: No teman a los hombres. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido. Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas. No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno. ¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre de ustedes. También ustedes tienen contados todos sus cabellos. No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros. Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres.
Temer al intemible
Este domingo, la liturgia nos coloca delante un texto en el que Jesús se dirige a los Doce. Es una especie de consejo o exhortación. Los discípulos, al igual que nuestras comunidades hoy, habían sido enviados a anunciar la Buena Noticia. Pero ese anuncio no estaba libre de persecuciones y críticas. El peligro de la muerte era una realidad concreta en medio de aquellos. Por eso, el Señor insiste: “no tengan miedo”. Este es el primer mensaje del evangelio de hoy. Frente a las persecuciones, las dudas, incluso, nuestras faltas, el Señor nos dice: “no teman”.
Pero Jesús no es una especie de curandero o astrólogo que anticipa el futuro o que da predicciones sin ningún tipo de racionalidad. Jesús sabe lo que dice, y fundamenta sus palabras. Su “no teman” tiene una razón, una base, que no es otra que su mismo Padre.
“No teman a los que matan el cuerpo”, es decir, a los que critican, a los que persiguen, a los que descalifican…en definitiva, no teman a la muerte, en cualquiera de sus manifestaciones. Sin ir más lejos, la muerte es algo propio de la vida, porque, como decía un filósofo: “somos seres para la muerte”. Todos enfrentaremos algún día la muerte biológica, del mismo modo que enfrentamos ya las muertes cotidianas de las privaciones, los duelos, y demas “no” que la vida nos coloca. Esta es una realidad que debemos asumir.
Pero frente a este hecho evidente, el Señor dice que debemos temer más bien a Dios, es decir, a aquel que puede matar alma y cuerpo. No temer a los hombres sino a Dios. Pero, de inmediato, Jesús, como buen predicador, coloca una imagen que ayuda a no perder el hilo de su razonamiento. La imagen de los gorriones que, al parecer, no cuestan nada pero Dios los cuida y sabe todo de ellos. Algo así es el Padre de Jesús, aquel a quien “debemos temer”. Esta es la segunda enseñanza del evangelio de hoy: nuestro Dios nos ama, y por eso nos conoce. Conoce nuestra fragilidad, nuestros desaciertos, nuestros miedos. Podríamos decir entonces que debemos temer sólo a aquel que nos ama y nos conoce profundamente.
Es claro que Jesús conoce el corazón humano. Sabe que tememos, y que las dficultades de la vida pueden opacar nuestro deseo de seguirlo y de compartir nuestra vida con él. No debemos temer tampoco a esto. No debemos temernos tampoco a nosotros mismos. Porque es cierto que la mayoría de las veces, nosotros somos más duros con nosotros mismos que cualquier ser humano sobre la tierra. Tampoco temamos a nuestra dureza, a nuestra hostilidad. Dios, que se derrama en ternura, conoce hasta nuestra intimidad más íntima.
Alfredo Acevedo, sj