Evangelio según San Juan 14, 23–29
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.» Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡ No se inquieten ni teman ! Me han oído decir: ‘Me voy y volveré a ustedes’. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.»
El Evangelio de hoy puede resultarnos -si lo leemos por arriba o ‘a las apuradas’- un tanto confuso y misterioso. Pareciera que al escritor sagrado -que nos regaló este bonito texto- le gustara sorprender o extrañar a sus lectores. Sin embargo, al leer a conciencia y detenidamente el Evangelio de hoy, sale a la luz que detrás de esa aparente complejidad, se esconde un mensaje muy concreto, muy sencillo y esencial: “el Señor te quiere, y se muere de ganas de que vos también lo quieras. El Señor ha abierto el juego para que entres en relación con Él, por eso te dejó su Palabra. Ahora, te toca corresponder a vos”. Todo el Evangelio de Juan es un canto al amor; es una llamada apasionada a vivir desde lo único desde lo que vale la pena vivir: el amor a Dios y a los hermanos.
Jesús deja las cosas claras ya desde el inicio: sólo el amor a Él nos hará fieles a su mensaje. A veces, los cristianos, estamos tentados a creer que nuestra fe es una mera adhesión a normas, leyes, ideas claras y distintas. Y nos olvidamos que nuestra fe es mucho más que eso: nuestra fe es adhesión existencial (vital, afectiva) a una persona: Jesús. Una persona tan auténtica, tan libre y disponible, tan entregada y cálida, que simplemente enamora. Y ese amor que surge al encontrarnos con Él, transforma las perspectivas y los horizontes desde los cuales miramos y participamos de la realidad. Ese amor que podemos sentir y vivir gracias al encuentro con el Señor, nos hace mujeres y hombres nuevos: derriba nuestras asperezas personales, nos desinstala de nuestras seguridades, nos ordena los afectos, nos educa la sensibilidad y nos posibilita sentir gusto por aquello de bueno y bello que tiene nuestro mundo. En definitiva, el amor profundo -ese que nos hace salir de nosotros mismos- nos hace más divinamente humanos. Y nos habilita a la fidelidad: te creo y te sigo Señor, porque te amo. Te sigo porque en Vos encuentro la plenitud que ansío. Sin amor, nuestra fe sería puro voluntarismo: pura formalidad sin contenido vital.
El regalo que obtendremos al vivir desde ese amor, es lo más hemoso que nos podrá pasar como creyentes: Dios vendrá y habitará en nosotros; y seremos parte de Él, unidos en un mismo abrazo. Seremos recipientes de la divinidad y el amor se nos hará carne. De este modo, realizaremos nuestra más autentica vocación: ser imagen y semejanza de Dios en el mundo; ser la oportunidad del darse de Dios en la historia. Pidámosle a Dios la gracia de poder transparentarlo en nuestra vida, con ‘todo esto’ que cada uno de nosotros somos.
Emanuel Vega, sj
Estudiante Teología