Evangelio según San Marcos 6,1-6.
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Profetas de la debilidad
Recuerdo hace muchos años haber escuchado una prédica de domingo de Adviento sobre la figura de Juan el Bautista. La recuerdo porque era una misa para jóvenes y el cura hablaba muy bien. Tengo todavía grabadas las imágenes que se iban haciendo en mi cabeza cuando el cura nos pintaba la vida de este extraordinario personaje. Potente, lleno de energía, valiente, rudo, poniendo en palabras una fe que yo envidiaba tener. Sin miedo a dar la vida por Jesucristo, generando esa incomodidad positiva que viene de alguien que encarna el Reino en su vida. La verdad que en ese momento me enamoré de ese profeta, pero había algo que me entristecía. Me quedaba lejos. Era un ideal que me entusiasmaba, pero era muy difícil de alcanzar. Miraba mi vida de estudiante, rutinaria, algo monótona, con grandes deseos pero con pequeñas posibilidades para ponerlos en práctica. De a poco, Juan Bautista se fue alejando, enfriando, hasta volver a convertirse en piedra, como muchos de esos personajes que juntan polvo en los estantes de la Biblia.
Parece que la Buena Noticia de hoy vuelve a renovar el fuego de esta historia. Las lecturas nos hablan de los profetas. Profeta es aquel que anuncia (y por lo tanto denuncia) un mensaje de salvación, un mensaje vivo y presente hoy. Es aquel que teniendo “los ojos fijos en el Señor” (Salmo 122) nos habla de su misericordia, de su perdón y de su justicia. Es la voz de esperanza que necesitamos en los momentos de angustia. Es aquel que se anima a romper con lo establecido, salir de sí y agarrarnos desprevenidos con una palabra de vida. Pero, fundamentalmente, profeta es quien se sabe en las manos de Dios. “Me gloriaré de todo corazón en mi debilidad” (2 Cor 12, 9) dice San Pablo en la segunda lectura. Esto es lo que nos diferencia de la historia anterior con Juan el Bautista. No es profeta el héroe inalcanzable, el predicador exitoso o el pastor todopoderoso sobre el pedestal. Nuestro modelo está en Jesucristo pobre y humilde. Aquél que se entregó en el sufrimiento y en la muerte, en pleno fracaso, en los brazos de su Padre. “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10). Esas palabras de Pablo sí me invitan a vivir una entrega más real. Desde allí sí se puede vivir un profetismo en el día de hoy. A pesar, y justamente en nuestras debilidades, tristezas y limitaciones el Señor nos invita a darlo todo. A sentirnos llamados y enamorados de un proyecto que es suyo y no nuestro. Sabernos sostenidos por su amor y su gracia.
Este es el milagro que Jesús no pudo hacer en el Evangelio de hoy. Sus familiares y conocidos desconfían de él porque es “demasiado humano” para enseñarles y predicarles sobre Dios. No creen en el testimonio de alguien que no sea todopoderoso, fuerte y elocuente. El Mesías no puede ser alguien “tan conocido”. Este no es el modo en que lo estábamos esperando… Y así recae sobre él el desprecio. El desprecio por no ser más perfecto. “Jesús era para ellos un motivo de escándalo” (Mc 6, 3). Cuántas veces nos escandalizamos porque medimos a los otros con criterios tan altos que todos terminan quedando fuera de nuestro “círculo”. Cuántas veces nuestros juicios responden a un modelo donde no hay lugar para la humanidad. En cambio, hoy el Señor nos invita a ser profetas de la debilidad. Anunciadores de buenas noticias desde nuestros dones más preciados y también desde esas “espinas que cargamos en nuestra carne” (Cfr. 2 Cor 12, 7). Toda nuestra vida puesta al servicio de Dios y de los demás. Confiados en la promesa de que él está con nosotros como el fundamento de nuestra fe. Y esto es lo que nos convierte en testimonios actuales de su Reino. Esta puede ser la marca distintiva de nuestra fe. “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10).
Matías Yunes, sj
Estudiante Teología