Una muestra de este interés particular de Dios por el hombre, es que no se contenta con señalarle un camino general en la vida, sino que invita a cada hombre en particular a realizar una misión propia. Para que cada uno de nosotros pueda cumplir este cometido, nos dota de las cualidades necesarias, nos pone en un ambiente apropiado y nos hace conocer en forma clara -si queremos oír su voz- la confirmación precisa de su voluntad sobre nosotros.
San Alfonso de Ligorio, el moralista más universalmente reputado, haciéndose eco de la tradición cristiana, tiene por cierto que, fuera del llamamiento general de Dios, que invita a todos los hombres a la salvación eterna, tiene también un llamamiento especial, en virtud del cual el Señor muestra a cada alma el camino especial que debe seguir para alcanzar el fin propuesto.
Una de las grandes conquistas de la vida cristiana consiste en comprender que Cristo se fija en cada uno de nosotros en particular, para hacernos conocer su voluntad precisa. Se detiene frente a mí, frente a mí solo, y pone sus manos divinas sobre mi cabeza. Mientras nos consideramos como perdidos en una muchedumbre de fieles anónimos, mientras nos imaginamos que las palabras e invitaciones de Cristo van dirigidas a una masa de fieles, mientras mis relaciones con Cristo quedan como algo colectivo y vago, no he comprendido la paternidad divina, ni mi papel de hijo de Dios.
El gran momento de la gracia llega cuando me doy cuenta que los ojos de Cristo se fijan en mí, que su mano me llama a mí en particular, que yo, yo soy el motivo de su venida a la tierra y el término de sus deseos bien precisos. El me ha reconocido de entre la muchedumbre. No soy uno entre miles. No existe esa multitud. Hay Dios y yo, y nada más, ya que todo lo demás, mis prójimos inclusive, los he de ver en Dios.
San Alberto Hurtado, sj