Al oír esto, Jesús se retiró de allí en una barca, solo, a un lugar desierto; y cuando las multitudes lo supieron, le siguieron a pie desde las ciudades. (Mt 14, 13). Después de despedir a la multitud, subió al monte a solas para orar; y al anochecer, estaba allí solo.» (Mt 14, 23)
IR A LO PROFUNDO
Todos somos conscientes de que no podemos vivir -en el sentido más pleno del término- sin la atención, el aprecio o el amor de los demás. Cualquiera de nosotros sabe lo que significa sentirse solo, ignorado, despreciado o necesitado de ser amado. Desde muy pequeños la mirada de los demás, sus gestos y palabras tuvieron gran influencia en nosotros. De alguna manera “modelaron” nuestra manera de pensar, “afectaron” nuestros sentimientos y, porque no decirlo, “restringieron” nuestra capacidad de elegir y decidir. En pocas palabras, quedamos afectados al parecer de los demás.
En primer lugar, hay que decir que a nadie le gusta sentirse solo e ignorado, sobre todo por aquellas personas que amamos o por quienes nos gustaría sentirnos amados y estar en su compañía. Nos gusta que nos presten atención. Puede que sepamos disimular el impacto que produce en nosotros la sensación de sentirnos ignorados, pero de todos modos nos afecta, en mayor o menor medida. No hay nada de malo en confesar que así sea.
El inconveniente surge cuando nuestra vida depende de la atención que los demás ponen en nosotros. Lo mismo sucede con el deseo de sentirnos apreciados. Cuando podemos experimentar que hay sintonía con los demás las fronteras de nuestro ser se amplían notablemente. Por momentos llegamos a sentir, incluso, que somos una misma alma palpitando en cuerpos distintos. En la amistad y el amor de pareja se vive mucho esta realidad. Sin embargo, aquí también se corre un peligro. Lo sano en una relación es que exista aprecio y empatía, pero también que se sepan guardar y respetar las diferencias que existen. No siempre coincidimos en todo, pero siempre podemos complementarnos con la riqueza y el misterio que cohabita en el otro.
Existen muchas relaciones, ya sean de amistad o de pareja, en las que no se sabe qué hacer con las diferencias personales. Las percibimos como una amenaza a la relación con lo cual uno de los dos termina renunciando a ser quien es. Una relación para que sea sana y madura debe saber valorar las diferencias. Si aceptamos que sentirnos atendidos y apreciados por los demás es importante para nosotros y que esto puede ejercer una gran influencia, debemos reconocer también que lo que los demás dicen de nosotros no expresa toda la verdad de lo que somos. Debe existir un equilibrio en nosotros entre lo que recibimos de los demás, me refiero a las muestras de afecto, aprecio y reconocimiento, y la Voz que hay en nuestro interior que nos dice quiénes somos. Es decir, entre la valoración que viene de afuera y la que emerge de nuestro interior. La falta de tiempo para estar solos, por el miedo que nos da la soledad, ha restado capacidad para conocernos en profundidad. La soledad es un espacio para la creatividad que nos permite tener un sano encuentro con uno mismo y rescatar de allí lo más bello de nuestra persona.
La gran dificultad de hoy día es que nos hemos olvidado de escuchar dentro nuestro porque tenemos poco espacio para la soledad creativa. Hemos quedado tan prendido de las voces exteriores que hemos perdido el contacto con nosotros mismos. Recuerdo ahora aquellas sabias palabras del Kempis que dice «lo de arriba no se sostiene sin lo de abajo», que dicho de otro modo sería algo así: lo que somos hacia afuera debe estar sostenido desde dentro. Si damos solamente cabida a los que los demás dicen de nosotros generamos en nuestro interior una hinchazón de ideas y conceptos de nosotros mismos que a veces no dicen quienes somos. No debemos olvidar nunca que no somos las ideas que los otros nos proyectan, no somos un objeto que se acepta y se ama si solamente cumple con las expectativas de los demás, o que se desecha y se ignora si no cumple con los requisitos necesarios. Gran parte del sufrimiento que padecemos se debe a que tenemos la mente, el alma y el espíritu colonizados por el qué dirán. No debemos ser prisioneros ni vivir encerrados en el parecer de los otros, sino ahondar en nuestra verdadera identidad a través de la soledad, del silencio y la quietud que ofrece la oración. Allí, en esa soledad creativa se revela quiénes somos en verdad, el Amor que Dios derrama sobre nosotros y su aceptación incondicional. Esta experiencia de su misterio insondable, la podemos conocer por medio de la experiencia de su presencia si nos animamos a estar solos.
EL MIEDO DEL MUNDO HIPERCONECTADO
En un mundo aturdido e hiperconectado como el que vivimos existen dos experiencias muy temidas: el silencio y la soledad. Nada despierta más terror que sentirse solo y desconectado de los demás. ¿Por qué nos atemoriza? Uno de los motivos es porque en el silencio y la soledad, donde no existe nada ni nadie que nos distraiga, estamos obligados a estar con nosotros mismos. Es común que nos sintamos perdidos, solos y desconectados cuando no existe alguien o algo a que referenciarnos. Nos hemos acostumbrado tanto a vivir en referencia a los demás y a las cosas que quedamos desorientados cuando no los tenemos cerca.
Existen muchas personas que para sentirse vivos necesitan del halago y reconocimiento de los demás, y que para sentirse importantes necesitan afirmarse en lo que tienen o poseen.
El silencio y la soledad atemorizan a quienes no han descubierto su verdadera identidad y creen ser lo que tienen. La meditación es un camino de pobreza y despojo y puede resultar asfixiante para quienes viven en la superficialidad. Admiro a las personas que no necesitan del reconocimiento de los demás para vivir y no ponen su seguridad en lo que tienen, sino que se dejan guiar por esa Voz interior que oyen en el silencio y la soledad de la meditación. Quienes han encontrado su valía en Dios no buscan el halago de los demás, aun cuando los tengan bien merecidos, y se liberan de los estereotipos con los que se los califica. Ellos han encontrado su propio valor en su interioridad y viven desde esa profundidad sin dejarse encandilar por nada ni por nadie. Saben quiénes son y cuál es su destino.
Siento admiración por quienes luchan día a día por recortar poder a su ego y viven desde la Sabiduría interior que los guía y aconseja. Es maravilloso vivir según la naturaleza de lo que somos y dejar de alimentar el personaje que montamos muchas veces para vivir. Seguir la Voz que habla en nuestra conciencia es una de las acciones más bellas y loables. Debemos aprender a vivir como nos enseña la naturaleza: de adentro hacia afuera y aceptar que, para crecer y progresar, debemos hundir las raíces en la tierra de la humildad y la aceptación de los propios límites.
En la meditación aprendemos a desapegarnos de las etiquetas con las que nos identificamos o disfrazamos.
Sentarse a meditar en silencio y soledad es disponerse interiormente a estar con lo que somos, a ser en Él, a estar con quien es el principio y fundamento de nuestra existencia. Ser en Él o estar ante Él convierte la oración no en algo que se hace sino en algo que se es. Al ser ante Dios estamos en oración. Este es el anhelo más profundo de todo ser humano: ser. Por eso no nos parecerá extraño escuchar el reclamo de muchas personas diciendo: «¡déjame ser!». El problema de creer que nuestra identidad está en lo que dicen los demás o en lo que hacemos es confundir nuestra esencia con los “accidentes”. Es equivocado creer que somos lo que hacemos o tenemos, o lo que los demás dicen de nosotros. Si creemos esa mentira viviremos de manera vertiginosa y con una avidez tal por conseguir u obtener lo que imaginamos nos hará importantes, que nos alejaremos cada vez más de nuestro verdadero ser. Necesitamos volver a nuestro eje, a ese centro vital que da razón de nuestra existencia; en definitiva, a Dios.
La meditación es el camino hacia el encuentro personal con Dios al que debemos recurrir sin pretensiones ni expectativas. Vamos a la meditación a estar con Él, a ser en Él, a nutrirnos de la fuente de vida que nos regaló el ser. Dios no viene a nuestro encuentro cuando “hacemos” oración, sino que estamos conscientes de Él cuando permanecemos en oración.
Javier Rojas, sj
El camino del milagro