Radicalismo, antes que nada, hace referencia a las raíces. Supone, sobre todo, que aquello por lo que apuestas forme parte de lo más profundo, lo más definitivo, lo más esencial. No es un entretenimiento o algo anecdótico, ni algo pasajero o caprichoso. Es tan fundamental que no comprendes tu vida sin ello. Lo radical, en la vida de cada uno, es aquello que te nutre y te sustenta, que se convierte en el motor y la fuente de energía. Ese espacio donde creces fuerte, porque sabes que ahí estás seguro: tu familia, tu tierra, tus amigos, tu Dios… Ahí está el reto y la oportunidad. Dejarse enraizar en Dios. Dejar que la propia vida arraigue en la tierra fecunda del evangelio. Que sea su lógica la que te guíe, su hondura la que te atrape, su alegría la que te haga sonreir, su claridad la que te abra los ojos para mirar al mundo con misericordia.
Ahí estriba el poder afirmar que el seguimiento de Jesús es radical. Como el de Íñigo. Su vivencia es radical no porque se concrete en prácticas muy exigente, sino sobre todo porque, a partir de la experiencia vivida en Manresa, el Dios que ha descubierto se ha convertido en la tierra donde planta sus raíces. Es lo que se va a convertir en el manantial último de su caminar, de sus búsquedas y proyectos. Y eso le llevará a concreciones siempre serias pero bien distintas a lo largo de su vida, dependiendo de lo que siente e intuye que debe hacer en cada momento.
Y así, desposeído pero rico, sigue su camino, dejando atrás la ciudad, sus intrigas y sus diplomacias, sus boatos y sus miserias. Él continúa avanzando, libre, inquieto, con sus esperanza intacta sin posesiones ni esclavitudes, sin ataduras ni otro equipaje que su increíble pasión por Dios.
José María Rodríguez Olaizola, sj