Todos tenemos que dar cuenta de cosas de nuestra vida alguna vez.
Especialmente cuando eres estudiante –aunque también en otros momentos- llegan tiempos de agobio, de trabajo, de inquietud, de insomnio y sobrecarga. Y asociados a ellos muchas de las dimensiones de la vida: el esfuerzo, la aridez de lo que no es fácil, la incertidumbre ante las posibilidades de éxito o de fracaso, la tensión por querer hacerlo bien, el deseo de que cunda el tiempo empleado, la importancia de obtener un resultado positivo. Es verdad que cuando está uno en esos momentos desea, por encima de todo, que pasen (bien). Pero es entonces cuando tiene especial sentido pararse y recordar que estos momentos también hablan de nuestra manera de vivir.
Es bueno tener algo por lo que luchar, en lo que implicarte y sentirte urgido. Y esto ocurre en los estudios, o en el trabajo, o incluso en la vida afectiva. Se espera algo de mí. Me voy comprometiendo, o hay plazos, o toca cumplir tal o cual cometido. A menudo esto provoca tensión, pero también es una fuente de sentido (y un privilegio) el tener metas, proyectos, deseos, algo por lo que luchar. Es verdad que a veces me repatea el tener que rendir cuentas, o me siento desbordado, o las ojeras hablan por mí. Pero a la vez es enriquecedor el atarte a algo, implicarte, un soñar aterrizado, asumir que cada camino tiene sus rincones para descansar y otros tramos en que toca darlo todo.
En el proceso de dar cuenta, de cumplir plazos, de responder a las expectativas, voy aprendiendo mucho sobre mí mismo. Sobre mis maneras de trabajar, mis manías y mis pequeños rituales. Los aciertos y los errores. Mi rigidez o flexibilidad, mi resistencia y mi necesidad de descanso. Descubro que cada uno somos diferente en nuestra forma de estudiar o de trabajar, y voy aprendiendo a respetar esa diversidad. Aprendo a ganar –a veces- y a perder –otras-. Aprendo a ir corrigiendo aquello que necesita cambio, y a aceptar aquello que es parte de mi limitación.
PastoralSJ